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Pliegos de Rebotica
´2017
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nuante para los suyos; dentro de la sala de opera-
ciones, el mudo goteo de la anestesia hace que Ro-
drigo se adentre en la pesada arena de un desierto
tan irrevocable como la desnudez de los árboles en
noviembre. La operación se prolonga hasta que la
tarde llega con un cansancio de horas y añiles a su
cita con el crepúsculo. El experimentado doctor
Bard ajusta el nuevo corazón a las siete en punto de
la tarde. Se produce un momento de incertidumbre.
El mecanismo parece absolutamente acoplado, pero
Rodrigo apenas tiene pulso. El cirujano realiza una
maniobra extraña, como si le infundiera un soplo de
calor, una especie de “espíritu de fuego”. Comienza
el movimiento: tic-tac, tic-tac, bom-bum, bom-bum.
Leb, el nuevo hacedor de tiempos, el huésped recién
llegado a los espacios torácicos de Rodrigo, se des-
pierta y se pone en marcha, haciendo circular ríos
de sangre, a razón de unos 70 latidos por minuto.
Entonces, todo se colorea otra vez de rojo.Y, en me-
dio de la pesadumbre de la anestesia, Rodrigo intu-
ye que Leb es ya un órgano pulsante, pero que to-
davía no es un órgano pensante: es necesario que la
savia que brota de la raíz de su corazón comience
a subir los sentimientos hasta las ramas más altas de
su cerebro y a enviarle las prioridades de lo que ver-
daderamente importa.
De vuelta a la habitación 33, la noche comienza a en-
marañarse y negrear como las nubes que anticipan
la tormenta más violenta. La anestesia todavía no aca-
ba de diluirse en la claridad de los sentidos y a Ro-
drigo la cabeza le da vueltas: a veces, como una nor-
ia girando a golpe de vértigo; otras veces, como un
tiovivo de caballos a galope perdido. En medio de es-
ta bruma, como de migraña, se ve a sí mismo co-
rriendo a campo traviesa perseguido por una jauría
de ladrones. Como si fuera la gacela que crió a Hayy
e inspiró a Ibn Tufail, a la que tratan de robarle el co-
razón. Quiere escapar de la pesadilla y que su cora-
zón no sea pasto de las fieras que lo persiguen, ni
tampoco pieza que pueda cobrarse algún cazador so-
litario.Trata de quitarse el vaho de neblina que le em-
paña los ojos. Cuando al fin lo consigue, lo primero
que ve son otros ojos, fijos en los suyos. Son unos
ojos grandes de mujer, dulces como la miel del es-
pliego, que intentan decirle: “Amarte no es la única
razón que tengo para amarte, pero ella sola me bas-
taría para seguir viviendo sin preguntarle nada a es-
te viento frío que pasa”. Rodrigo comienza a sentir
que, ahora sí, todo su ser está impregnado de cora-
zón. Nota el calor de sus mejillas ruborizadas, señal
inequívoca de que ha vuelto a la vida.
Al amanecer, la borrasca ha pasado y Leb parece des-
bordarse en palabras. Rodrigo lo escucha con la má-
xima atención que su estado le permite, pero en el
duermevela que precede al despertar no distingue bien
si habla por boca de Ricardo Reis o por la de alguno
de sus numerosos hermanos de sangre y letra. En cual-
quier caso, el tono de su voz tiene otra melodía dis-
tinta a la de Valerio. Es como si hablara a ritmo de fa-
do. Rodrigo se siente un poco desconcertado. Adivina
a su nuevo inquilino como un poeta loco capaz de es-
cribir con tinta roja un
haiku
en el que caben todas
sus vivencias, como el cuentacuentos que recita los
párrafos que no son literatura, como el paseante de
vagar cardiaco que descubre entre las ramas de luz de
las calles de Lisboa el nido en el que se refugian las
alondras. Pero, al mismo tiempo, imagina su renovado
almario como un enorme bazar en el que se puede
encontrar desde un tren de cuerda en forma de co-
razón hasta un imán gigante con un poder de atrac-
ción electromagnética mucho mayor que el de la ra-
zón, pasando por un reloj cuántico que cada hora no
sólo muda la hora, sino la vida que pasa por cada fo-
tón de tiempo.
En medio del trajín de sentimientos y pensamien-
tos por el que se van desparramando los primeros
momentos de la mañana, Rodrigo comienza a des-
perezarse. Se incorpora de la cama y se dirige al
cuarto de baño. Necesita sin más demora una bue-
na
jarpá
de agua fresca que le despeje por fuera y
por dentro. Frente al espejo, observa la cremallera
que cierra su esternón y tiene la sensación de que
lo que guarda en su interior no es el mapa que le
permitirá sobrevivir, sino el propio tesoro de su vi-
vir, de su ser. Siente que quien es y el que fue son
sueños diferentes, y comparte con Leb la primera
de las sonrisas cómplices que, a partir de ahora, se-
rán uno de los signos más reconocibles de su ínti-
ma relación de amistad. Los dioses que todo lo dis-
ponen no habían dispuesto bien: a Leb trataron de
dejarlo a solas consigo mismo; a él, no le permití-
an retornar a lo que nunca había sido. Pero los dio-
ses no valen lo que vale el destino, al que nadie co-
noce, salvo el instante.
Al salir del cuarto de baño, Rodrigo casi tropieza
con el doctor Torrent, que acaba de entrar a la ha-
bitación con tres copas y una botella del mejor
champán entre las manos. La mujer de ojos dulces
se incorpora del sillón situado junto a la cama, en el
que ha permanecido acurrucada toda la noche, yen-
do y viviendo por los callejones del sueño. Saluda
emocionada a quien ella considera
el ángel de la guar-
dia
de su marido. Toma la botella, la descorcha y sir-
ve el frágil licor de oro, poniendo todo cuanto es en
este mínimo pero significativo gesto. Brindan. Beben
un largo sorbo. Esperan a que las burbujas
avancen como las mareas hasta las puertas
del corazón, las traspasen y rebosen
las aurículas y los ventrículos. Cuan-
do esto ocurre, no dicen nada. Sim-
plemente se abrazan. Los tres sa-
ben que vendrán días de
dolores y cansancios, pero
que ya nadie podrá quitar a
Rodrigo esta copa que contiene to-
do un mar de alegría. A lo lejos se
oye la voz de Dulce Pontes: “…
El corazón tiene tres puertas pa-
ra vivirse y soñar. Corazón,
puerta de la vida, !abre la
puer t a a l b i e n de
amar!”.
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