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Pliegos de Rebotica
´2017
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José González Núñez
Cuando el corazón
es un ciervo fatigado
Nada de afuera,
nada de otro mundo o más allá
del mundo que sea,
deja de estar sostenido
por el humano corazón…
María Zambrano
¡Mover el corazón todos los días
casi cien veces por minuto!
Para vivir un año es necesario
morirse muchas veces mucho.
Ángel González
D
D
ebían de ser las 7,35 horas de la maña-
na del día 13 de noviembre cuando co-
menzaron a sonar las notas musicales de
Llamando a las puertas del cielo
, la canción
de Bob Dylan que tenía grabada como
aviso de llamada en su teléfono móvil. Todavía no ha-
bía amanecido en Madrid, aunque el cielo, azul y lim-
pio, como un Mediterráneo en calma, se
abría ya en claridades que se colaban por
los ventanales de la habitación y la inunda-
ban de silencios hospitalarios. Rodrigo lle-
vaba casi toda la noche en la terca vigilia
de su insomnio. Al otro lado del hilo te-
lefónico sin cables, enseguida reconoció la
voz del doctor Torrent y advirtió que, al
darle los ¡buenos días!, el médico añadía
a su acostumbrado tono cariñoso una ale-
gría desbordante y contagiosa. No era pa-
ra menos, el ansiado corazón estaba de
camino. Llegaba como llegan los crisan-
temos y los frutos del madroño: como
una insólita demostración otoñal del po-
der de renovación de la primavera. Había
que prepararse sin más demora para la
operación de recambio.
Rodrigo sintió un temblor que recorrió co-
mo un rayo el carcomido olmo de su cuer-
po. Sin embargo, lejos de abatirlo, la descarga
eléctrica reactivó todas y cada una de las mar-
chitas células de su organismo, proporcionándo-
le un estado de euforia como pocas veces había
experimentado antes en su vida. Fue entonces
cuando escuchó latir su maltrecho reloj de sangre co-
mo nunca lo había hecho, y como ya nunca más nada
ni nadie lo haría latir: tic-tac, tic-tac, bom-bum, bom-
bum.
Tras la amigable conversación con su médico, Rodri-
go se acercó a la ventana y, al abrirla, pudo sentir en
su piel el tacto transparente del aire. Cerró los ojos
por un momento y respiró profundamente, como
queriendo aspirar todo el oxígeno de la alborada. De
manera subconsciente calculó que, a esa misma ho-
ra, en las playas de Macenas, frente a la Torre del Pi-
rulico, el sol ya se habría levantado unos once me-
tros sobre el nivel del mar y, a dicha altura, el primer
bostezo del día aún no habría tenido tiempo de
transformar el fogonazo impresionista de Monet en
alguno de los girasoles de Van Gogh. La precisión de
su cálculo no tenía que ver con sus buenas aptitu-
des para las matemáticas y la astronomía, sino con
las veces que se había bañado de amanecer en aque-
lla tierra de mirada
jánica
que ahora se le aparecía
de forma espontánea, tan lejos en la distancia y tan
cerca en la memoria.
Volvió a la cama, y durante un buen rato permane-
ció tumbado boca arriba, con los ojos abiertos de
par en par. Puso la mano derecha en el pecho, a la
altura del corazón, y notó un apretón de manos ami-
gas. Sintió cómo Valerio, su ahora fatigado y siempre
valiente corazón, volvía a brincar como el ciervo que
había sido desde la quinta semana de su gestación.
Saltaba de gozo, a pesar de que ya no había tiempo
para más, tiempo para nada. El ágil venado de otro
tiempo se había ido desgastando con las
trampas del pasado, su peso no po-
día soportar por más tiempo las
condiciones de gravedad en las que
había vivido, y su dureza estaba ya
más cerca de la del talco que la del
diamante.
Antes de ser polvo y arrastrar a
Rodrigo hasta el golpe de tierra defi-
nitivo, a Valerio le alegraba saber que
su inminente sacrificio serviría para
aplacar la voracidad de los dioses que
todo lo disponen y salvar la vida de su
amigo. Otro
hrid
, más vigoroso, ocuparía
el territorio torácico que había sido su
morada, el hogar en el que había
amorado
y se había enamorado, la casa en la que ha-