Revista Farmacéuticos - Nº 129 - Abril-Junio 2017 - page 19

Y
Juan Jorge Poveda Álvarez
Ella
Y
a estoy en casa. En el hogar. He logrado
escapar, aunque he perdido la mayor parte de
los dedos de las manos. Los médicos dicen
que debieron cortarlos, pues al estar
congelados podrían haberme producido la
muerte. Pero yo sé la verdad. Ella me sigue esperando, y al
final, muy pronto, volveré a ella.
Si bien había nacido en las amplias llanuras centrales de
los Estados Unidos, mi pasión por la aventura me llevó a
realizar negocios con comerciantes de lejanas zonas del
norte del continente, donde las vegetación desaparece, y
aparecen grandes llanuras, no de hierba como yo estaba
acostumbrado a ver, si no de hielo. Un paisaje bello y
desolador al mismo tiempo. Habitado por extraños
animales, tanto marinos, terrestres o voladores. Su caza,
comercialización de pieles, colmillos, garras, plumas e
incluso algún animal entero (disecado, por supuesto, pues
fuera de su hábitat, mueren en pocos días), me generaba
buenos ingresos, al estar muy cotizados por la burguesía
emergente americana de principios del siglo XX.
Tras varios años de contacto comercial con mis
proveedores, decidí que la mejor forma de expandir mi
floreciente negocio era viajar en persona a la zona de
caza y captura de los animales, intentado abrir una oficina
que pudiese hacer las gestiones de manera directa, sin
intermediarios, por lo que preparé cuidadosamente un
viaje de prospección.Y tras varias semanas de viaje, llegué
al último pueblo civilizado antes de los hielos, al último
conglomerado de casas de madera, con un albergue
medio decente, donde poder alojarme.
La población era de lo más
variopinta. Norteamericanos
mezclados con franceses, ingleses,
holandeses, y una curiosa raza, los
habitantes originarios de esta zona,
los inuit. Pequeños de ojos
rasgados, que más parecían
orientales por tamaño y aspecto.
Pero amistosos y acogedores
como nadie.
Pasó una semana en la que conocí
a personas con las que solo
contactaba por carta, y por los
envíos que me realizaban; quedé
satisfecho de la forma en que había
orientado el negocio, pues si al final
no iba a crear una oficina comercial
en exclusiva, íbamos a formar una especie de sociedad, a
través de la cual se gestionaría mejor la actividad
comercial.
Así que una vez organizado el tema principal, decidí
aprovechar los dos últimos días para hacer una salida a
las llanuras hielo, disfrutar del paisaje, y si había suerte, ver
algún animal vivo, antes de que terminase su piel en el
despacho o en el salón de un adinerado banquero de
Boston. En el hotel me recomendaron un guía inuit, y tras
pasar por la única botica del pueblo para proveerme de
vendas y linimentos por si surgía algún contratiempo en la
excursión, comenzamos un emocionante paseo a bordo
de un trineo tirado por una docena de perros, en una
mañana limpia y con radiante sol.Y toda la mañana fue
así, pudiendo ver manadas de una especie de reno, e
incluso lo que pudiera ser una pareja de osos, pero por la
distancia que nos separaba, no estaba seguro. Pero al
llegar el mediodía, el viento cambió de repente, y el cielo
se oscureció en cuestión de minutos. Mi guía encaminó el
trineo hacia unas elevaciones cercanas, donde
encontramos algunas grutas cubiertas de hielo, pero lo
suficientemente grandes para caber incluso con los
perros.Y estábamos inspeccionando la entrada de una de
ellas, cuando se desató una furiosa tormenta, cuyos
primeros relámpagos y truenos asustaron a los
atemorizados perros esquimales, que salieron huyendo
hacia la mitad del caos, seguidos a la carrera por el
pequeño inuit que me acompañaba, tras instarme a
refugiarme en lo más profundo de la cueva mientras él
volvía.
Encendí una de las antorchas que llevaba en la mochila, y
me fui alejando de la entrada, donde
el viento levantaba torbellinos de
hielo y nieve que golpeaban
furiosamente mi rostro.Al
adentrarme en aquella caverna, la
temperatura iba en aumento, a
medida que descendía por una
ligera rampa de trozos de hielo y
piedra, lo cual era lógico pues se
adentraba en el interior de la tierra,
y cada vez afectaba menos la
temperatura del exterior. Lo
curioso es que las paredes de hielo
empezaban a tener una
luminiscencia propia, probablemente
por algún tipo de mineral existente
en el terreno, hasta un punto en el
que pude apagar la tea, quedando en
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