Revista Farmacéuticos - Nº 138 - julio/septiembre 2019 - page 30

S
S
oy culto, luego soy pacífico. En mis
comportamientos, en mis formas, nunca
estará la violencia, el tortazo, el insulto…
Y si eso ocurriese, quedaría
completamente descalificado.
Ese es el discurso en el que la sociedad cultivada
se apoya. Incluso teniendo razón, el hecho de
cerrar una contienda con un arremetida física o
verbal fuera de tono, lleva aparejado la pérdida del
combate. Así lo vemos y nos los cuentan en los
debates políticos, en las tertulias televisivas o en
las manifestaciones populares.
Y yo creo que es verdad.
Pero existe otra forma mucho más sofisticada de
derribar al contrario. Es lo que se llama la agresión
indirecta: aquella que no se ve, de la que no hay
pruebas ni demostración, la que todos vivimos
como actores o como receptores, y que es
especialmente llamativa en el campo de la
sexualidad.
Me explico.
Baumeister y Twenge publicaron en 2002 en
Review
of General Psychology
un interesante artículo
titulado
Cultural Suppression of Female Sexuality
.
Afirmaban que la mujer es la principal supresora
de la sexualidad femenina, basándose en patrones
de moralidad, legalidad, y en conceptos sobre el
sexo, prostitución y pornografía. Alegaban que el
erotismo es un recurso limitado que las mujeres
utilizan para negociar con los hombres, y cuya
escasez da a las unas, ventajas sobre las otras.
Parecería lógico que en los años transcurridos
desde entonces, esos estándares se hubieran
trasformado. Sin embargo, no parece ser así.
Se ha publicado un estudio publicado en el
Aggressive Behavior
, realizado sobre 86 mujeres
heterosexuales, separadas en dos grupos, a las que
se sometió a una curiosa experiencia. En un
momento de la reunión, apareció en cada uno de
los dos conjuntos formados, una mujer de
diferentes características: la primera, vestida de
forma anodina, discreta, apenas maquillada. La
segunda, con generosa minifalda, botas de tacón,
pelo sensualmente suelto. Las reacciones
producidas se midieron con la escala de
bitchiness
,
término de difícil traducción que quiere decir algo
así como la cualidad de ser “zorra”.Y todos
entendemos lo que eso quiere decir. Pues bien: el
valor de
bitchiness
era mucho más alto frente a la
minifaldera que frente a la mujer conservadora.
Conclusión: las mujeres somos malas con las
competidoras sexuales.
Sin embargo esta rivalidad no es exclusivamente
femenina como pretenden los autores.
En algunas ocasiones en que he comentado con
diferentes amigos varones lo imponente que
resulta un joven modelo de un
anuncio –semidesnudo, musculado, sonrisa
incitante, cejas peinadas, pelo estudiadamente
descuidado– todos, ¡todos!, me han objetado:
“Seguro que es homosexual.”
Y entonces ¿qué? ¿Quién se atreve a afirmar que
sólo la mujeres tenemos tendencias “zorrescas”?
¿O ellos también entran en el juego? ¡Cuánto
tenemos que pensar!
¿No creen?
Pues eso.
n
Aurora Guerra
¿Sólo ellas?
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Pliegos de Rebotica
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