Las letras finales de Maryama. Porque al final Seydou
decidió esperar como una sombra a que la
aguadora cruzara frente a él, al igual que
hicieran desde hace mil eternidades los
hechizados de amor.Y así ha sido desde
siempre, porque el agua y la mujer son
fuentes de vida. Por eso en el Sahel la
mujer debe ser abordada cuando baja por
agua a la orilla. En cualquier otra
circunstancia son totalmente inaccesibles.Y
por eso hay una sombra que aguarda la
mirada transparente de la viuda y su vasija de
agua; que se debate entre el temor y la esperanza
con intención de regalarle el refrescante fruto del
baobab, un obsequio interesado con sabor a mezcla
de melón y miel, a cambio del cual, Seydou pretende
que la muchacha le sacie esa sed que nadie sino ella
le provoca. Junto a algún camino o árbol del
recuerdo Seydou Traoré espera la mirada de unos
ojos habituados a los colores calientes. Contiene el
aliento. El tiempo se vuelve silencio mientras la
pesada bola de ámbar se pierde entre los senos de
Maryama. Contiene el aliento y espera. Acaricia el
cintillo de la buena suerte que trae en el pulso a fin
de forzar el destino. Seydou Traoré necesita beber
agua buena de Maryama, le suplica, le ruega, le pide,
le exige, le suelta como un zarpazo de león en
medio del silencio.Tiene sed.Tengo sed.Y a este
silencio le sigue otro silencio. El silencio de la savia
corriendo por las ramas más bajas del baobab, de los
aullidos de un mono, del pájaro Kalao cuyo
concierto desconcierta a Seydou hasta el punto de
no escuchar sus propias palabras. Seydou Traoré
tiene mucha sed.Tengo sed, repite hasta conseguir
escucharse a sí mismo.Y el asombro le asoma a los
ojos al comprobar que la cuarta viuda del pescador
le permite alzar los brazos, robarle la cántara, y
saciar con su agua esa sed inextinguible que lo
estaba consumiendo. El agua buena de Maryama en
la boca, el agua de Maryama en los labios, el agua
salpicándole los párpados. Seydou levanta la cara y
mira a la muchacha de frente.Y sin dejar de mirarla,
derrama el resto de agua, separa las manos y deja
que la vasija se astille contra el suelo ante la
sorpresa de los árboles desnudos. El tiempo se
detiene con una gota de agua a punto
de saltar de las pestañas. No hay
vuelta atrás: Seydou Traoré ha
roto la cántara de una mujer y
antes de que se apague de
nuevo la luna debe pedirla en
matrimonio. Estoy obligado,
Maryama.
–Barato, barato, barato. Mucho
barato: sólo uno euro. –La
melena de una mujer casi guapa se
queda a curiosear junto a la manta.
Trenca camel. Piernas insolentes,
fibrosas, con una cicatriz en la rodilla. La
chica casi guapa y su mochila de estrellas no
consiguen evadirse de los hipnóticos
destellos del nácar. La chica de la cicatriz
le pregunta si tiene zarcillos decorados
con delfines blancos–.Tú mira
todo.Yo sólo conchas de cauris:
90 céntimos.
–Ahora tú solo; lee. –Mongo
Jerry, el primer hermano de sus
mil hermanos que huyera de la aldea
y desembarcara con un saxo
soprano en los jardines de Al–lah le
anima a intentarlo–. Si unimos los
rastros, las hormigas legionarias nos
dibujarán su nombre completo:
Ma·ry·ama
.
Estoy obligado, Maryama. Estoy obligado, padre.
Seydou Traoré sigue día tras día el rastro de la
viudita. Pero se engaña: la cántara sólo se rompe una
vez y, mal que le pese, ella es viuda. Lo enseñan las
palabras con conocimiento de los ancianos. Se lo
recalca su padre: Maryama fue la cuarta esposa de
un veterano pescador. Se lo recuerda sin
miramientos ni sonrisas: una viuda que consuela su
soledad en el río. Seydou desvía la mirada y vierte
dzan
en el cuenco. La bebida le baja amarga al
corazón. Echa más savia fermentada de palmera al
cuenco y lo escupe a los cuatro vientos, a fin de
obtener de sus antepasados la bendición para
abandonar la aldea. Aprieta fuerte los párpados.
Llora despacio. No hay elección: el tiempo entre él y
ella quedará sin inaugurar.Tal vez sea bueno que
llore. Porque antes de que la luna se apague de
nuevo se despedirá de Maryama, le confiará todo su
excedente de amor en un beso y partirá hacia un
piélago de islas cercanas a la costa africana.Y de allí,
con la ayuda de Al–lah –exaltado sea–, irrumpir en el
azar de otro tiempo y otro continente, dejando
atrás el ruido que hace la vida al alejarse de ella.
–Tú guarda dinero tuyo –el revuelo de una falda se
detiene con intención de comprar. Pero Seydou
Traoré ya ha doblado la manta de motivos étnicos y
se dispone a cargar la mochila de brazaletes y
collares y ajorcas y zarcillos hechos de nostalgia y
conchas de cauris ensartadas con pelo de elefante.
Orienta el cuerpo en dirección opuesta a la puesta
del sol; las manos ligeramente alzadas, cruzadas
delante del pecho, y recita la oración del atardecer
ante el aleteo de unos párpados, la mirada
confusa, el pelo mojado y un rostro de mujer
sin maquillar. Bahá'u'lláh. Nada sucede si no
es por Su voluntad–. Seydou no nada
vende después de rezo de oración.
El sol se recoge, la añoranza aumenta y
las heridas sin cicatrizar quedan
encerradas entre los paréntesis del
tiempo. De bajada a la línea naranja se
encuentra con el aliento cálido de la
estación y con el empuje
desconsiderado de cuatro jóvenes
sudaderas de algodón, calzón de camuflaje
26
Pliegos de Rebotica
2019