Revista Farmacéuticos - Nº 138 - julio/septiembre 2019 - page 20

a saber más de ellos, incluso
alguno se ha dado muerte por su
propia mano ante la
muchedumbre. ¿Obra de Dios o
del Demonio ese trasvase en el
tiempo? Quién sabe. Aunque yo
tengo mi propia teoría, que
“encontré” intentando excavar
aquí un sótano, para almacenar
mis mercancías, debajo de la
tienda.” Se oyeron unos golpes
fuertes en la puerta. Alguien
intentaba entrar.
El hombre cogió uno de los
candiles que estaban encendidos en la
habitación. Abrió una trampilla en el suelo,
y bajamos unos escalones de madera, a una sala a
medio excavar, con múltiples vigas de madera por
todos sitios. Me recordaba a las minas de oro de
las viejas películas del oeste americano que a
veces reponían en televisión. En mitad del
cubículo, aparecía una gran lancha horizontal de
piedra de basalto, soportada sobre la tierra por
dos pequeñas piedras redondeadas del mismo
material. Sobre su superficie, grabados extraños
signos. No entiendo mucho de arqueología, pero
aquello parecía un altar de hace milenios.
Continuó hablando el hombre, a la luz del candil:
“Desde niño moro en esta calle, y las apariciones
cada cierto tiempo de hombres y mujeres como
vuesa merced, se producen al menos una vez
cada lustro. Creo que todas estas moradas están
construidas sobre un antiguo centro de culto, que
ya percibió hace centurias que este lugar tenía
algo especial, que atraía a personas de épocas
diferentes. No sé si sería primero el lugar, y luego
este altar, o viceversa, pero afirmo que vuesa
merced no es el primero en venir. Ni será el
último.”
No entendía nada. Cada vez los golpes en la
puerta eran más fuertes.Yo solo quería irme a
casa. Subí los peldaños de madera de dos en dos,
justo cuando se estaba derrumbando la puerta
tras el empujón de dos alguaciles con picas, que
acabaron en el suelo sobre las astillas de madera.
No pensé nada y me abalancé al exterior pisando
a los magullados guardas. Afuera se había
congregado gran gentío, bajo el potente sol de
mediodía, que estalló en gritos nada más verme,
así como dos frailes que comenzaron a señalarme
acusatoriamente. Comencé una carrera hacia el
extremo abierto del callejón por donde había
entrado, y justo cuando salí a la calle principal, la
oscuridad se hizo sobre mí, cubriendo con sus
sombras los recuerdos de mi
memoria.
“¡Chaval, mira dónde vas!”
me gritó otro trasnochador
madrileño. Me detuve. Cielo
negro. Noche cerrada. Las
cuatro en punto de la
madrugada en mi reloj.
Lentamente di media vuelta,
con cierto pánico temiendo
lo que me iba a encontrar, y
solo vi la calle alumbrada por
las luces eléctricas de las
farolas, vacía, en silencio, en
calma. Me senté en el suelo.
Recuperé el aliento. Media hora
más tarde, recuperé el valor para volver sobre
mis pasos.Volví. No había nada. No había callejón
con tenderetes de hierbas. No había comerciante
judío, ni niña asustada, ni alguaciles magullados, ni
frailes acusadores. Nada.
He vuelto docenas de veces a ese mismo lugar. A
diferentes horas del día y de la noche. He
palpado las paredes, mirado (y escarbado) en las
pequeñas fisuras que aparecen en los edificios
que ocupan aquel umbral que encontré, pero he
de decir, que he fracasado en volver a la calle de
los vendedores de hierbas medicinales.
Nota: el callejón de las Yerbas, en Madrid, situado
frente a la calle Mesón de Paños, desapareció en
1876 tras la construcción de la plaza del
Comandante Las Morenas, con la nueva alineación
de la Costanilla de Santiago.
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