Revista Farmacéuticos - Nº 138 - julio/septiembre 2019 - page 25

secreto sin profanar en busca de
ese tatuaje en forma de pez de la
recién casada. Lo mató su empeño
y el exceso de ungüento de pez
ballesta en su pene hinchado. Lo
mató eso. Eso fue lo que lo
acabó, por más que las mujeres
del poblado comentaran a la luz
de la lumbre que Maryama se
desnudaba en la ribera las noches sin
luna, cuando el pez ballesta salta del río y se
transforma en un príncipe de piel blanca, cabello
rubio y una luz gris azulada en los ojos. Por más que
comentaran que el Príncipe le secó el alma al viejo
para robarle la muchacha. Pero Seydou no cree en
rumores.Yo no creo ni en príncipes ni en cuentos
de hoguera.
–Hago yo todo con manos mías; uno euro. –La
usuaria de la línea 10 se prueba el zarcillo izquierdo.
Elegancia y equilibrio en los gestos, alguna duda, ropa
impecable, probablemente muy cara, se mira, se
estudia en un espejo que Seydou le tiende, decide
probarse la pareja del zarcillo, manos largas y
estrechas, aspecto muy cuidado, son sencillos pero
exóticos, cumple 67 y es de una belleza inquietante,
muy muy sencillos–. Sólo 90 céntimos para ti, último
precio.
–Es muy sencillo: como ensartar un collar de cauris,
como ensartar un pez ballesta, como seguirles el
rastro a las hormigas legionarias. Atiende. –Seydou
Traoré tiene la mirada cautiva de las palabras del
hermano Mongo. Nada le ilusionaría más que
interpretar en qué se traduce esos rastros de
hormigas sobre el papel. El mejor hermano de sus
mil hermanos que faenaban en el Mayo–kebbi
despliega el libro y lee lentamente–: la
ere
con esa
letra viperina como lengua de serpiente se
pronuncia ry.
Suena como Maryama. Como cuando Seydou
conjugaba su nombre. Siempre en los labios, como
cuando regresaba de la pesca y ella bajaba por agua;
cuando el calor empezaba a quemarle la mejilla
izquierda y la luz era un cristal azul en el cielo. Con
el sol todavía horizontal el pescador ha reconocido
la cántara de Maryama aproximarse, la decisión de
unos pasos por la tierra roja y fría
y húmeda aún; recta como un
mástil. Así eran las cosas por
entonces: el sol sangrante
del amanecer, la muerte
flotando en el aire del
morral donde agonizan los
peces, la cántara de agua
sobre un cojín de sueños, la
prohibición de abordar sin
más a una mujer, la mucha sed de
Seydou Traoré, la mucha sed que le
provocaba el cuerpo de la viudita, la desnudez negra
y brillante de su piel, las pesadas bolas de ámbar
entre los pechos, su simpatía altanera y los labios
levantados, como ofreciéndose a la espera. Así eran
las cosas durante el día. Pero en las noches sin luna,
no. Con la luna nueva los hombres no se hacen a la
pesca.Tampoco las mujeres acuden al río si no les
apremia la necesidad de agua. Aun así, unos pies
descalzos se encaminan a la ribera portando sobre
el cojín de cuero una vasija en la cabeza. En un
tramo de playa se arrodilla en la arena y deposita la
cántara. Acto seguido se despoja del bubú; ese a
modo de pareo policromado que lucen las mujeres
del Sahel. Hace acopio de agua ahuecando las dos
manos y bebe tres veces. Después se refresca las
mejillas, los pechos, el vientre. Maryama se tiende
como una venus de ébano junto a las aguas, deseosa
de entregarse una vez más a la procacidad del pez
ballesta, del cual dicen se manifiesta en forma de
hombre blanco a quien se atreve a desvestirse
cuando el agua corre oscura. Sin temer a las
sombras pobladas de gritos, Maryama espera al
príncipe de piel blanca, cabello rubio, y esa luz gris
azulada en los ojos con que lo describen aquellas
que lo vieron.Y lo espera sin miedo porque en la
noche africana los animales y los dioses actúan y
aman como cualquier miembro de la aldea. Pero
Seydou Traoré no se inquieta. Es un hombre que
nunca se ha cuestionado la afición de la viuda por
dormir desnuda las noches sin luna. Seydou está
enamorado.Y los enamorados no se cuestionan
según qué cosas.
Así eran los días y así eran las noches a orillas del
Mayo–kebbi.
–No plástico.Todo conchas del desierto; uno euro. –
Él y ella son los últimos de la última entrega del
metro en aparecer por la boca de la L10. Él, setenta
y dos, pensionista; disfraza la flojedad de piernas
mirando de frente y alto; se vence hacia la manta
haciendo un esfuerzo. Ella, agarrada a la bolsa de la
compra, peinado corto, ahuecado, rulero; le increpa
al hombre por perder tiempo revolviendo collares y
pulseras, como si se hubiese echado una amante a su
edad, hombre de Dios, para qué quieres tú unos
zarcillos africanos–. Hoy vendo barato, dejo a 90
céntimos; para señora.
–Y ahora presta atención,
Seydou –el único hermano
de sus mil hermanos que
viste chaqueta naranja y
calzón a listas anchas se
vence hacia la manta sin
esfuerzo, flexible, para
mostrarle a Seydou Traoré
el libro de lectura–: la
a
y la
ma
ya las conoces. Juntas se leen
ama
.
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