y página de sucesos, que saltan los escalones y el
torno del billetaje como si practicaran en el
gimnasio.Y más allá del torno, el torrente de caras
descaradas y resignadas, caras de aburrimiento y
vitales, distraídas e intensas, de intolerancia y
comprensivas, humanitarias e indiferentes.Y también
algunas de rechazo y otras de una compasión
primitiva.Y entre todas las caras una cara más. La
terrible luz de una sonrisa y la admirable oscuridad
de un rostro entre las caras del vestíbulo donde un
saxo soprano canta en lo más alto del llanto, como
el pájaro Kalao cuando se enrama. Seydou Traoré se
mete en el vestíbulo naranja donde su hermano
Mongo deja volar a su aire el BIRD OF PARADISE
de Charlie Parker, por detrás de un sombrero hongo
que lo mira boca arriba entre unos zapatos viejos
sin atar. Baja a la línea 10, se mete entre las caras,
entra en el vestíbulo y saluda al primer hermano de
sus mil hermanos que huyera del país con 17 años,
un saxo alto y un calzón a listas anchas.Y con gesto
cómplice agarra el sombrero hongo y lo pasea ante
las mil caras que forman coro en
el vestíbulo, aplaudan su
música o no, toleren o no
la energía negra y
asfixiante de su rostro;
lo pasea hasta
enrasarlo de monedas
y más monedas de
agradecimiento hacia el
hermano sin cuya ayuda
nunca consiguiera
descifrar el rastro de las hormigas;
cualquier cosa por su hermano
Bagayoko, ese hermano entre mil
hermanos que de un tiempo acá
se hace llamar Mongo y que,
según él, significa enorme. Soy
enorme en lo mío, aclara al
referirse a su música negra. Lo
que hiciese falta por su hermano
Mongo Jerry.
Y con el aleteo sonoro del pájaro Kalao, el vendedor
de collares descenderá las escaleras hasta que se
diluyan los últimos acordes y permanezcan sólo el
recuerdo de Maryama en la distancia. Recuerdos
dibujados en los desconchones de un trastero en el
sótano; de siluetas de nubes y animales en las
paredes. Del fruto con sabor a mezcla de melón y
miel, de las ramas más bajas del baobab, de los
aullidos de un mono, del pájaro Kalao. Dibujos en los
desconchones con forma de un cojín de cuero en la
cabeza, de pedazos de vasijas en el suelo. De
animales mitológicos como el pez ballesta que salta
del río y se transforma en un príncipe de piel blanca,
cabello rubio y una luz gris azulada en los ojos. Eso
es lo que Seydou veía en la pared cuando la miraba
fijamente: nubes y dibujos reflejados en la región más
profunda y selvática del pensamiento. Dibujos de la
viudita virgen; cuarta esposa de un pescador
fallecido. Desconchones que estirado en su camastro
le acercan la presencia de Maryama, desnuda en la
ribera las noches sin luna. Nadie sino él puede
imaginar cuánto hiere la distancia.Y a quien no
entienda lo que eso significa no vale la pena que
Seydou Traoré se moleste en explicarlo.
El tren lo escupe en la última estación de la L10,
cuando en el vagón sólo viajan el hueco de los
asientos vacíos y los puños prietos de Seydou
contra las cuencas de los ojos. Sale a la noche y
asciende la última cuesta de esa última calle donde
no se acerca el transporte y no hay más vida que un
par de nubes de mosquitos pegados a la luz de dos
farolas. A sólo doscientos metros de la segunda
farola con luz se perfila una sombra de cemento.
Seydou está a un solo tiro de flecha cuando siente
un estremecimiento en el estómago. Piensa en esa
carta que espera y nunca recibe. Cada día piensa en
esa carta.Y si bien Maryama no escribe, hay una
escuela en la misión. A orillas del Mayo–kebbi había
una escuela – misión – hospital y un hombre rubio
de complexión anglosajona y alzacuellos blanco que
leía y escribía y administraba el bautismo a las
muchachas como ella. Seydou está a menos de un
tiro de flecha del portal y su ilusión
en llamas le repite que hoy
recibirá esa carta con que
sueña cada día. Hoy la
recibirá; seguro.
Empuja la puerta sin
cerradura, desciende
las escaleras, deja a un
lado la penumbra del
pasillo y abre su cuartito
trastero al fondo del semisótano. Un aullido
ancestral rebota en las nubes y dibujos de
las paredes, en la silla junto al jergón, en un
vaso vacío y en los verdes, amarillos y rojos de
una bandera de papel clavada con cuatro
chinchetas entre dos desconchones. Seydou Traoré
abre el sobre. Lo besa. Son diez líneas repletas de
una escritura minúscula, picuda y prolija, escritas por
la mano blanca del hombre que bautiza a las
muchachas.
Seydou Traoré lee en voz alta.
Seydou Traoré relee sin voz.
Lee entre lágrimas.
Las hormigas legionarias le dicen que el vientre de
Maryama crece con una fuerza increíble.También le
dicen que el hombre del alzacuello regresará pronto
a su país.
Las hormigas que caminan sobre el papel se huelen
que la criatura tendrá la piel blanca, el cabello rubio
y una luz gris azulada en los ojos.
Seydou Traoré no quiere saber leer.
n
Primer Premio Ateneo de Córdoba 2015
III Concurso de Relatos "Rafael Mir"
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Pliegos de Rebotica
2019