Revista Farmacéuticos - Nº 138 - julio/septiembre 2019 - page 17

Indeciso. Quizá el facistol
con filigranas labradas, o
el ídolo japonés de
porcelana y antigüedad
indefinida... Ella estudiaba
mis vacilaciones, los ojos del
mismo azul que el
Mediterráneo en verano
enmarcados por cejas
dibujadas a compás y pestañas
como juncos. Me tocó en el
hombro.
—Espérame aquí.
Regresó con una radio en brazos.
Telefunken
. De
madera y del año del Diluvio. Con sólo uno de los
dos botones de control, la rejilla del altavoz ajada
ocupando el frontal.Voluminosa y pintada de un
marrón opaco y deslucido. Me pareció una auténtica
obra de arte.
—En este aparato mis abuelos escuchaban
La
Pirenaica
.Ya lo ves, alemán, macizo, sobrio…Aunque
también vulnerable: le falta un mando, puedes
activarlo si accionas el eje. Con cuidado, no vayas a
electrocutarte.
Me hizo esta advertencia muy seria y convencida,
como si estuviera avisando a un niño de que no se
acercara al fogón.
—¿No te la llevas?
—No. Pesa demasiado y me voy lejos.
—¿Mucho?
—Según se mire. Las raíces tiran y a la postre
quiero instalarme en Toulouse.Allí nací y tengo a mi
familia enterrada junto a otros republicanos
exiliados. Me bastará como recordatorio visitar sus
tumbas. Las huellas felices del pasado ni envejecen ni
mueren. —Ahora jugueteaba de forma distraída con
un pequeño colgante que pendía de su cuello en una
cadenita de oro. Irradiaba una sutil melancolía.
Adoptó una expresión reconcentrada para
continuar—.Te la regalo. En su momento
tuvo la culpa de que escogiera mi oficio.Y tú
eres escritor de talento. Sabrás hacerlo bien.
No entendí el porqué de esta última frase,
pero me abstuve de preguntar nada.
—Estoy en deuda contigo.
—Anda, cógela y métete en tu
casa o te mojarás —me
aconsejó tras un largo
suspiro apuntando al
cielo. Empezaba a
derramarse una lluvia
menuda y molesta.
Al despedirnos me besó en
la mejilla y yo mantuve un
segundo su mano dentro de
las mías. Hubiera deseado
retenerla más tiempo, y darle
las gracias, o incluso pasar
media tarde charlando con ella
de su huída programada. De su
futuro. O de su pasado, daba lo
mismo. Sin embargo fue un apretón huidizo
acompañado por un «hasta siempre» insípido y una
punzada de ansiedad pillada en mi estómago.
Instalé la radio en mi gabinete de pensar, leer y
escribir.Al conectarlo sonaron primero algunos
chirridos hasta que clamó nítida una ardiente
soflama del general Millán Astray desde la sede de la
Oficina de Prensa y Propaganda. Manipulé el eje de
la sintonía y entonces pude escuchar retazos de
partes informativos iniciados con el toque de
cornetín y concluidos con el Himno Nacional.
Diarios de la cadena oficial dedicados sobre todo a
glosar virtudes y logros del general Franco. Desde
otros puntos del dial surgieron declaraciones de
Marcelino Camacho en Bucarest, boletines de Radio
Francia Internacional y de la BBC en español. La
mayoría de las voces, esas y las que siguieron en
varios audios de la época, me resultaron del todo
desconocidas, aunque sin excepción transmitían un
fervor doctrinal colérico.
Me entretuve un instante mirando al infinito.
Recordé las palabras de Nicole. «Sabrás hacerlo
bien», había dicho.
En cuanto pude abrí una carpeta nueva en el
ordenador y me puse a urdir el esquema de mi
siguiente novela. Sobre una guerra que identificara
cualquier guerra. Una en la que los personajes
reconocieran al final de la trama que mediante las
bombas jamás existirán vencedores ni vencidos, sino
pobres víctimas ignorantes abocadas a cultivar odios
que debieron ser enterrados nada más nacer en
fosas tan profundas como las de los muertos que
luego causaron. Odios que
jamás deberían
perseverar en el
tiempo y mucho
menos enquistarse
generación tras
generación.
Cuando termine el
primer borrador buscaré
a Nicole por donde
quiera que esté para que me
lea algunos fragmentos. He
comenzado a añorar su
voz.
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Pliegos de Rebotica
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