Revista Farmacéuticos - Nº 138 - julio/septiembre 2019 - page 16

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M
i vecina Nicole se acababa de jubilar
como conductora de un programa
radiofónico nocturno de música
clásica. Sinfonías, conciertos, música
religiosa, óperas, sonatas, cuartetos de
cuerda, suites, piano, cantatas… Un recorrido por
piezas escogidas, desde composiciones barrocas
hasta maestros europeos contemporáneos. Un
espacio soluble en el sosiego de las sombras, en el
silencio pacífico de horas sin tráfico ni ruidos.Ajeno
por completo a la elementalidad de las músicas
modernas urbanas.
Con todo y con ello, bastaba con escucharla hablar
swing
en la locución y en el ritmo y el lenguaje el
duende de un poema machadiano— para que los
oyentes percibiéramos que la música más relajante y
sugestiva que podía emitir era la de su propia voz.
Un don natural que le condujo desde joven a
profesionalizarse ante los micrófonos.
Una mañana apareció un cartel en el seto de su
parcela.Anunciaba un mercadillo de mobiliario y
utensilios en su jardín. Quería venderlos. Una
costumbre anglosajona muy práctica cuando alguien
se muda y no le compensa llevarse el ajuar a
cuestas. La noticia se extendió por mi barrio,
habitado en su mayoría por extranjeros. En cuanto
dispuse de un rato pasé por allí. Estaba de pie en la
puerta, alta y frágil, jersey de cuello vuelto y tejanos.
Distribuidos con anarquía de zoco, entre los enseres
colgaban banderitas como alegres golpes de color.
Muchos objetos estaban vendidos, según me dijo:
una cortadora de césped que le interesó a un amigo
hacendoso, vajilla, alfombras, herramientas,
cachivaches...
—Así que te
vas.
—Sí. Es hora
de huir.
Dedicarme a
recorrer mundo, a
esas aventuras que
una no puede permitirse cuando está entretenida
ganándose las habichuelas.Ya me toca, antes de que
la vejez me derribe sin contemplaciones. De
momento solo me acosa.
Y rió con ganas.Tan espontánea como siempre.
Refinadamente coqueta.
Cada madrugada la veía a través del cristal de la
ventana bajar del taxi al volver de la emisora.
Entonces yo frenaba mis dedos sobre el teclado. Un
breve paréntesis. Segundos. Nicole me miraba
sonriéndome desde la acera, bajo la temblorosa
luminosidad rojiza de la farola, y movía la mano
abierta hacia mí, como si siguiera un compás
imaginario, el compás del rumor de fondo que me
acompañaba en mi trabajo de escritor. Ella sabía que
durante mi rutinaria vigilia escuchaba su emisora por
los auriculares.También que al cruzar la acera estaría
observándola desde mi cobijo. Entonces blandía dos
dedos en forma de V.Todo había ido perfecto.Yo lo
confirmaba asintiendo con la cabeza, ella se
internaba en su casa y yo regresaba de inmediato
con mis musas.
—Me gustaría comprarte algo.
—Escoge. De lo que queda.
De vez en cuando Nicole trasteaba por el jardín
plagado de macizos con flores y un perro
saltimbanqui dibujándole círculos alrededor, frente a
la ventana de mi cocina. Me había mudado nada más
casarme y pronto llamó mi atención lo atractiva que
se mantenía a pesar de su edad. Con ese aire
ausente, a menudo absorta en recónditos
monólogos interiores.
Le hice caso y me puse a brujulear entre muebles y
cacharros. En realidad buscaba un recuerdo por
poco útil que fuera, un chisme cualquiera con el que
asociarla en el futuro. Me detuve ante varios.
Rafael Borrás
La
Telefunken
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