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Pliegos de Rebotica
2019
E
Juan Jorge Poveda Álvarez
E
l hierro al rojo laceraba la carne y los
huesos de mi hermano en Cristo, el
buen Hernán de Peñablanca, con quien
tantos caminos y batallas había
compartido bajos los estandartes y la
cruz roja del Temple, antes de la disolución de la
orden, y la detención de nuestro Gran Maestre
Templario Jacques de Molay, hombre justo y santo
donde lo haya. Hernán ya no gritaba, pese a los
esfuerzos del verdugo. Su cansado corazón debía
haberse quebrado. Empezaron a desatarle del
potro de tortura, y ahora llegaría mi turno,
ocupando el lugar de mi difunto amigo.
Comenzaban a triturarme los primeros huesos de
los pies, cuando mi cerebro me trasladó tres
meses atrás, una semana antes de que prendiesen
al Gran Maestre, cuando Hernán y yo fuimos
convocados a su presencia, quizá intuyendo lo que
iba a acontecer.
Oímos y comulgamos la Santa Misa en una
pequeña capilla dentro de la Torre del Temple y al
terminar, se dirigió a una de las pequeñas piedras
que forman parte del pie del altar, que tras una
pequeña presión, giró con un pequeño
movimiento rotatorio, dejando al descubierto un
oscuro agujero, del cual extrajo un lienzo blanco
que envolvía algo. Al descubrir el objeto, Hernán y
yo caímos de rodillas sobre el frío suelo, sin
atrevernos a alzar la mirada para contemplar el
Santo Grial, recuperado hace décadas por
nuestros hermanos Templarios en la conquistada y
después perdida Ciudad Santa de Jerusalén.
-
Marchad al final de la tierra, y encomendar la
Sangre del Señor a un nuevo custodio.
No entendimos nada, pero como soldados
obedientes que somos, cogimos temblando el
paño que envolvía la Santa Copa metálica, y
salimos hacia nuestro monasterio-cuartel, con las
palabras del gran maestre todavía resonando en
nuestros oídos. Hernán, hombre curtido en mil
batallas, me miraba tembloroso. Pero ambos
siendo naturales de Castilla, tierra dura y áspera
donde la hubiese, aguantaríamos estoicamente lo
que el azar nos deparase.
Nos desprendimos de todo signo externo que
nos identificase como caballeros templarios, e
hicimos nuestras bolsas de viaje, camuflando en
ellas algunas afiladas armas. Intercambiamos pocas
frases, pero conociendo la geografía de la antigua
Hispania romana, pues éramos naturales de ella, y
la mención que nos hizo el Gran Maestre de
“marchad al final de la tierra”, se desentrañó el
destino al que debíamos llegar: Fisterra, el final
del mundo conocido, donde además desemboca el
viaje de los peregrinos franceses que van a visitar
la tumba de Santiago Apóstol aparecida hace unos
siglos, en el Reino de Galicia. Aprovecharíamos
ese flujo de gente para camuflarnos, y ya
trazaríamos un plan para ocultar la Santa Reliquia
cuando llegásemos a nuestro destino.Y con esa
nueva apariencia, dejando sorprendido a alguno
de nuestros compañeros de armas cuando
salíamos del edificio, emprendimos el camino.
Pero nuestros compañeros no eran los únicos
que observaban la partida. Un hombre con
hábitos monacales, con el que nos habían cruzado
en la Torre del Temple, también observaba el
inicio del viaje. La Santa Inquisición Francesa tenía
ojos y oídos en todos los sitios.
Grial
Jacques Bernard de Molay
(Borgoña, c. 1240-1244 - 18 de
marzo de 1314) fue un noble
francés y el último Gran maes-
tre de la Orden del Temple,
que fue una orden militar fun-
dada por Hugo de Payens y por
otros caballeros que participa-
ron en la Primera Cruzada, cuyo
propósito era proteger los peregrinos
cristianos en Tierra Santa.