Revista Farmacéuticos - Nº 136 - Enero-Marzo 2019 - page 19

de antiguos y nuevos dioses, siendo desterrado al
fondo marino, a yacer muerto y soñando,
mientras espera su resurgir. Cómo habían
excavado grutas y cavernas en el fondo marino,
levantando la puerta y el trono colosal, al
principio de los túneles, con roca extraída de lo
más profundo de la tierra. Cómo estos seres
habían tenido contacto esporádico con algunas
de las viejas familias de la isla, las cuales
convertidas a la nueva fe, participaban de los
festejos religiosos cíclicos. Su familia se incorporo
a esta nueva creencia hace décadas, pero hoy en
día no quedaban más de una docena de personas
en la isla que perteneciese a este clan de
creyentes. Pero después de casi cuatro siglos de
espera, el antiguo dios tuvo conocimiento de esta
exigua colonia de adoradores, y emprendió un
viaje durmiendo desde su tumba, a tomar
posesión de sus nuevos territorios.Y para
terminar, como se le recibió con festejos por
parte de sus acólitos, además del improvisado
regalo a sus adoradores humanos, los cuales
retornaban a sus orígenes arquetípicos, volviendo
a poder respirar como batracios debajo del agua,
en las proximidades de aquel ser maligno. Ser
que en la próxima luna llena, en la noche de
mañana, una vez repuesto del esfuerzo del viaje,
retornaría a la superficie, desolando primero la
pequeña isla de Tabarca, continuando con las
ciudades próximas, una vez conjurada la ayuda de
sus dioses hermanos que vendrán desde el
exterior. El apocalipsis comenzaba mañana.
No pude escuchar más. Di un empujón a la
puerta y corrí hasta que me topé de bruces con
el restaurante playero, ya cerrado por falta de
turistas. Me dejé caer sobre la arena de la playa.
Mi cerebro todavía digería a marchas forzadas la
nueva información que me había facilitado la
muchacha. Increíble. Pero… yo lo había visto,
oído,… y respirado.Y todavía recordaba la última
frase de la chica antes de abandonar
precipitadamente el hotel: “El dios saldrá de
cacería para demostrar su poder sobre los
frágiles habitantes de esta tierra, de este planeta,
y durante las próximas eras geológicas, repondrá
fuerzas hasta que despierte para desafiar de
nuevo a los antiguos dioses, apoyado por el resto
de sus dioses-hermanos diseminados por todo el
cosmos”.
Amaneció. No pegué ojo en toda la noche. Daba
igual. Era la última noche de la humanidad, tal
como la habíamos conocido. Regresé de nuevo al
hotel. Soledad. Abrí las bolsas con mis trajes de
inmersión empaquetados.Y abrí la caja con los
explosivos plásticos y los detonadores que no
había tenido que usar. Cantidad suficiente para
volar toda la isla, traído en precaución de tener
que desintegrar alguna otra bomba perdida.
Descendí al fondo marino. A plena luz del día no
se atisbaba rastro alguno de los seres de las
profundidades. El tiempo estaba empeorando
pero no tuve problema ninguno en encontrar el
trono, y la puerta. La oscuridad de la puerta me
atraía. Era la tentación de lo prohibido, de lo
desconocido. Por un instante sentí el impulso de
comprobar si todavía podía respirar sin las
botellas de oxígeno debajo del agua, sentir otra
vez el agua salada en mi boca, dentro de mis
pulmones, recordando hace millones de años
cuando el primer ser anfibio se aventuró a
abandonar las aguas primigenias y se atrevió a
colonizar la tierra. Pero me reprimí. Mis dedos
actuaron como autómatas. Coloqué las cargas
explosivas en la base de trono y de la puerta.
Media vuelta y nadé hacia la superficie. Antes de
salir a pleno sol, miré hacia atrás, y puede ver
con terror a la hija de mis anfitriones isleños, que
me miraba fijamente.
Después de la explosión volví a Madrid, y tras un
mes de descanso por mis no disfrutadas
vacaciones estivales, me incorporé de nuevo al
servicio, solicitando un destino fijo en la capital,
alejado lo más posible de las aguas marinas. Sin
embargo, en las noches lluviosas de invierno, oigo
el ulular de flautas entre las sombras.Y alguna
mañana, al abrir la ventana, he visto extrañas
huellas de dedos palmeados en sus cristales. Si
me han encontrado, no tardarán en manifestarse.
Esta noche llueve a raudales. No se escuchan
flautas. Solo oigo el ruido que haría el batir de
unas gigantescas alas destrozadas, en mitad del
aguacero. Se abre la puerta de mi habitación. La
hija de mis anfitriones isleños me mira fijamente.
En memoria de H.P. Lovecraft. 1890-1937.
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