Revista Farmacéuticos - Nº 136 - Enero-Marzo 2019 - page 9

– Oh, recuerda usted el aniversario –me dijo el
caballero estrechándome entre sus brazos como
si me conociera de toda la vida. Usted debe ser
Veronyka, una de sus cuatro inseparables amigas
alemanas. Me habló largamente de ustedes hacia
el final de sus días. Tonterías de hombre viejo,
esperaba encontrarlas alguna vez aquí pues dicen
que la amistad incondicional traspasa incluso la
muerte y salva las distancias. Debe venir usted a
casa. Le enseñaré los álbumes de fotos, de
cuando era cría. Sé que le encantará recordarla
conmigo. ¿Qué tal están Lieselotte, Hilda y
Saskia? ¿No se animaron a venir con usted? Pero
qué tonto soy. Debe querer colocar sus flores y
el plástico de las mías no necesita agua. Tenga,
tenga usted.Voy a dejarle a solas unos instantes,
que seguro tienen mucho que contarse de la
época del
Führer
. ¿Sigue cocinando ese
Rheinischer Sauerbraten tan rico? Si piensa
quedarse algunos días no puede negarse. Ahora
que Marlene no está no he vuelto a probarlo y a
usted seguro que le salía casi tan bien como a
ella pues en la cocina del
Führer
no admitían a
cualquiera.
Quise protestar pero noté un gran nudo en mi
garganta. ¿Acaso podía cercenar de cuajo la
ilusión de un nonagenario? Parecía tan
emocionado al verme delante de la tumba de
Marlene, con las flores y precisamente en una
fecha que debía
significar algo
para todos los
conocidos que no
pude por menos
que callar.
También me
impulsó la
curiosidad.
Deseaba completar
alguna de las piezas
del puzle pues era
muy inusual enviar
una misiva a un
camposanto desde un
país extranjero y tener la
prudencia de poner las señas de reenvío en caso
de no llevar a cabo el cometido.
En mi libreta de notas llevaba anotada esa
dirección de Hilda. ¿Hilda Kruger, la espía
alemana que no se sabía si vivía todavía?
Ese lunes no regresé a mi apartamento para
descansar. El caballero de la levita negra me
preparó una cama en la habitación de invitados y
platicamos durante toda la noche. Me habló de
otros tiempos, en los que morir o matar eran
dos reversos de la misma moneda. Supe muchas
cosas de ese quinteto de mujeres
emprendedoras que habían pilotado aviones, se
habían enamorado de guardias alemanes, habían
telegrafiado mensajes cifrados a los americanos y
los ingleses para invertir el rumbo de la historia
y, cuando sus destinos las habían separado,
aguardaban la fecha de la Liberación para renovar
esos votos de amistad.
Debía estar en el distrito veinte, uno de esos
poco recomendados por el peligro. Desde la
ventana no ubicaba ningún lugar conocido.
Para no despertar al caballero, que roncaba tras
una larga noche de cháchara, caminé de puntillas,
con los zapatos en la mano y sin terminarme de
vestir. Bajé las escaleras de madera que crujían
escandalosamente y cuando alcancé la calle
respiré profundamente.
Tanto daba el autobús al que me subiera. No iba
a llegar a la Oficina de correos a la hora en
punto. Mi rutina había saltado por los aires en el
mismo instante en que me hice cómplice del
secreto que escondían cuatro letras impresas en
un pedacito de cartulina con la imagen de una
torre que, tras caer, derrumbó toda mi
monotonía. Un poco más allá de mis paredes, de
mi soledad, quedaban
muchas historias
por contar. De
la de Marlene
nada más
dije.
Cuando un
“Danke
schön”
(muchas
gracias)
llegó a
mi buzón tras
haber puesto en conocimiento el
éxito de la misión, no me sorprendió en
absoluto. La pulcra caligrafía de Veronyka no me
resultó desconocida. Me invadió la emoción al
tomar conciencia de que jamás volvería a ser
participe de un hecho tan entrañable, salvo que
en mi rutina creara espacio para la improvisación,
como esa mañana de lunes en la que olvidé la
libreta de horarios rígidos encima del mueble del
recibidor.
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