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Pliegos de Rebotica
´2018
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—Pásame la pintura, tronco.
En tanto que la pintada avanza por
paneles y celajes del vagón, el pasaje
se retira apresuradamente. La
hombrera derecha de don Eugenio es
la última en apartarse, plastificada de
blanco acrílico. En el esfuerzo por
esquivar la nevada siente en la rodilla
un penetrante alfilerazo. Pero con sus
cartílagos y ligamentos de estudiante
contestatario todavía en buen estado,
Eugenio había escapado a más de un
encierro gris cuando lo sorprendían
pintando proclamas en los muros de
la Facultad. Pintadas que subvertían el
orden académico durante la
transición; confiesa. Confieso que fui
uno más de aquellos delegados
estudiantiles que pusieron patas
arriba la Universidad. Lo confieso
ahora y así lo hube de confesar en comisaría cuando
me detuvieron los de la Social. No tengo pasta de
héroe. Canté a guantazos. La paliza fue brutal. Sí,
aquellas letras de trazo ancho, que convocaban a la
protesta rápida, enérgica, esperanzada, eran mías; de
todos; de éste, de ése, de aquél. Fui un delator, lo
confieso. En el panel de la unidad en que viaja don
Eugenio, la escritura se comprime en una caligrafía
de diseño, de trazos arabescos y contenido
indescifrable, cuasi esotérico.
Don Eugenio se deja los párpados en el intento de
interpretar aquel texto procesado con caracteres de
receta médica. No lo consigue. Nadie en la unidad
009 del ferrocarril metropolitano lo consigue. El
muchacho de lengua taladrada y cresta pintada de
amarillo rubrica su escrito con una mirada envilecida
que sólo recogen sus colegas de sudadera y pantalón
de camuflaje. La complicidad entre los cuatro se
mantiene hasta la próxima estación. Hasta que
soplan las puertas y en el marco aparece el par de
piernas más vistosas que nadie viera desde que
inauguraran la red.
Su aparición significa un entreacto en los
acontecimientos de la
unidad 009. Entra con
todo el revuelo de su
falda corta maltratando el
aire viciado del vagón,
apenas maquillada y con
el pelo mojado, como una
visión esponjosa y
vulnerable, capaz de
causar daños irreparables
al hombre que se le
ocurra pensar en ella en
la soledad de la noche.
Busca un asiento que no
encuentra. Da unos pasos
mal medidos en la dirección
equivocada. La trampa de sudaderas
con capucha se abre y se cierra en
torno a ella como una planta carnívora.
—Tienes el pecho muy caliente, niña
bonita —le ha entrado una mano por
el escote y ella se calla. El muchacho
de la cresta amarilla le sujeta los
brazos.Y ella calla. Colocado detrás, la
sujeta y la va ofreciendo por turnos a
sus compañeros de camuflaje.Y ella
calla. Una de las sudaderas se aplica en
adivinarle el cuerpo en voz alta.Y ella
calla. Oculto entre el miedo del pasaje
don Eugenio no quiere ver más allá de
lo que tiene dentro, guardado en la
recámara de su juventud; confiesa.
Confieso que si tuviera valor le
gritaría a la chica del tren que no
calle, que no consienta, que grite, que
denuncie. Porque él también conoció a una
muchacha de pechos ardientes cuando estudiaba
quinto. Media clase estuvo enamorada de ella.
Eugenio también. El deseo le salía por los caños del
corazón cuando ella entraba en el aula, siempre
unos minutos tarde. Por eso Eugenio la buscó;
confiesa. Confieso que tres de mis amigos más
cobardes y yo echamos tras ella y la hallamos sola
en los vestuarios. Pero la estudiante de quinto, sin
embargo, no dio una voz cuando se vio atrapada
entre los cuatro. Ni cuando estuvo a punto de
cruzar la misma raya del infierno.También ella calló.
Ni un grito ni un sollozo ni un mal gesto. Sólo un
insulto sin convicción cuando él la empezó a palpar
a ras de piel. Por eso, si tuviera coraje le gritaría a la
chica del tren que en ningún caso debe silenciar la
agresión; confiesa. Confieso que fue un acto
execrable, y por ello pido perdón a todas las
mujeres.
Al cerrar las puertas, el tren duda lo justo para que
el perfil apenas maquillado de la joven logre
escapar. La flor carnívora entreabre los pétalos y
muestra al nota del pelo pintado de amarillo y esa
sonrisa suya, tan jodedora y tan inflamada de
presunción, de que quien
puede, puede.Y lo que
puede y le apetece ahora
es limpiar esa música
cuyo sonsonete le ha
estado causando
impotencia mientras se
beneficiaba a la niña.
Conque aquellos dos, el
de la púa y el del
acordeón, ya mismo se
estaban largando con la
música a pedir limosna a
otra parte.Y la de los
kleenex.Todos fuera.