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Pliegos de Rebotica
2018
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u silencio se hacía más patente aún si
cabe a través del visor de la cámara. Al
encontrarla ahí, remota y observadora,
toda mi percepción se dispuso a
encontrar las líneas de su alcance
visual. Disimulando con un interés
circunstancial en los cientos de motivos
alrededor, traté de ocultar mi curiosidad
dibujando un espacio amplio y aparentemente
descuidado con las figuras del entorno. Hacer
de la cámara una protección a lo circundante
no era algo inasequible ya a mis pulsiones de
fotógrafa. Era más bien un requiebro estudiado
con un creciente grado de curiosidad y unos
gramos, sólo algunos, de espíritu guerrero.
Sé que nunca es posible desenhebrar los
matices enardecidos del visor y la línea curvada
de la emoción. Si así fuera, yo no fotografiaría,
no buscaría el mensaje, veraz, mortecino o
mentiroso en lo conseguido. Por eso fui
consciente de que ella estaba allí. Perceptible
testigo en esa tarde de duro plegamiento a un
sol de justicia, su figura destacaba, y no sólo
por el blanco inmaculado de su vestimenta,
refulgía más bien por el contraste de su
inmovilidad en el tumultuoso devenir de
múltiples formas excitadas. Con seguridad que
el discreto espacio que ocupaba le
permitía ahondar en detalles, y sin
embargo encontrar al pie de una
estatua desconocida la remota
sensación de incógnito. No me
cabían dudas de que había
encontrado el observatorio
perfecto.
Anduve y desanduve varias veces
los pasos mientras me esforzaba
por encontrar en los preparativos
de los músicos aficionados los
motivos simbólicos que mejor
reflejaran el próximo devenir de la
tarde. La celebración costera de la
Virgen del Carmen repetía su cita
anual, y cada protagonista se
esforzaba por responder con
precisión al papel encomendado. Entre
selfie
y
selfie
, trompetistas y tamborileros repetían
inconexos los compases nucleares de sus dos
horas de casi continua interpretación; las
pruebas tonales de los instrumentos se
expresaban caprichosas bajo el oído atento de
sus incógnitos directores. En el escueto rango
de color del vestuario, la limpieza tonal de las
camisolas contrastaba con el negro rotundo del
pantalón y el rojo casi hiriente del fajín, ceñido
y perentorio.Y allí, cercana pero a la vez
ausente, aposentada y asceta sobre un banco
de hierro forjado, estaba ella, atenta en la
distancia a cada detalle circundante.
La hora de la tarde se encaminaba a las siete
cuando la docena de músicos elegidos para
acompañar la procesión ocuparon por fin sus
lugares. Poco importaba que el horario previsto
se hubiera sobrepasado con creces, la vorágine
de acompañantes y curiosos se aprestaba a
abrir pasillo por fin a una figura coronada cuyo
manto en color crema y bordados en oro
enmarcaba un semblante céreo y fantasmal. Me
concentré en recoger los motivos
singulares de la tarde. Centré mi
objetivo en robar alguno de sus gestos
y su silencio férreamente expresivo
para dejarlo todo bien almacenado en
mi cámara.Y lo centré también en
disimular así, con esa búsqueda
preñada de inocencia, un nuevo cruce
con la figura exquisita de la mujer
misteriosa. Me dejé guiar por la
llamarada meteórica de su vestido
blanco y el sombrero de alas anchas y
curvadas que trataban de ocultar, tal
vez, una presencia sosegada.
Fue la voz de Lucía lo que desvió mi
atención cuasi detectivesca de la
sorprendente testigo de la tarde. El
timbre de su voz infantil me devolvió a
la razón por la que nuestro grupo de
amigos había desafiado los 30 grados
solemnes del tórrido julio
mediterráneo, las serias dificultades de
Mª Ángeles Jiménez
Lucía y el
país de las hadas