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Pliegos de Rebotica
2018
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ay días en que la rodilla duele.Y en ese
entretiempo, aún más. Llegado el
primer frío, el reuma se te echa encima
con ganas de comerte los huesos.
—¿No es cierto, doctora? Esa humedad penetrante
le acuchilla a uno las rodillas.
Don Eugenio dobla la receta, se frota la rodillera del
pantalón y arrastra hacia atrás la silla. Sí, molesta un
poco; bastante; mucho.Y don Eugenio se congestiona
al levantarse del asiento.
Para don Eugenio la solución se encuentra en un
tratamiento adecuado, en resguardarse de los malos
fríos y en disfrazar la flojedad de piernas mirando de
frente y alto. Superarse, enderezarse, salvar
obstáculos.Y de la consulta al metro sólo hay unos
pocos pasos mal contados.A la farmacia ya se
acercará después, al apearse del metro.
En cuanto desciende las escaleras nota el aliento
cálido de la estación.Tiene por costumbre tomar las
escaleras mecánicas, no vaya a ser que la vejez se le
manifieste de golpe en las articulaciones de las
piernas. Las escaleras de obra quedan para esos
cuatro jóvenes de sudaderas de algodón, calzones de
camuflaje y página de sucesos, que se saltan los
escalones y el torno del billetaje como si entrenaran
en el gimnasio.
Un día él también fue joven. Don Eugenio guarda el
pase de pensionista en la cartera y la cartera junto al
pecho donde en más de una ocasión luciera el metal
de las pruebas de atletismo. Porque hubo años o
segundos en que fue imbatible en el tartán, cuando el
tiempo aún no le había metido plomo en las piernas.
Se toma su tiempo para alcanzar el andén, esquiva las
cuatro sudaderas y pantalones de camuflaje, y toma
asiento de espaldas al cartel del último estreno.
Frente a él, el suelo se va sembrado de pipas.
Nevado de cáscaras.
—¿Demasiada sal, abuelo? —la pregunta del más
corpulento brilla sobre el taladro de metal que le
perfora la lengua.
Las cáscaras llegan envueltas en saliva a la mejilla de
don Eugenio. Busca en los bolsillos. El nunca sale sin
su analgésico, sus pañuelos desechables y una sarta
de recuerdos para ir desgranando mientras guarda
turno en la consulta.Toma un pañuelo y se frota la
mejilla; sin ascos. Porque él también se había fumado
clases para colarse en el cine; confiesa. Confieso que
fui un adolescente díscolo, de esos cuyos padres
deben dar la cara un día tras otro por él. Un enfant
terrible que, desde lo alto del club, buscaba la
perpendicular para cañonear a las parejas de platea
con cáscaras de pipas, amparado por la oscuridad del
cine. Las voces de protesta no se hacían esperar.Y
enseguida la linterna del acomodador, la risa de los
colegas, la huída fácil.
Todavía no se ha apeado el pasaje y las cuatro
sudaderas toman por asalto el vagón, arrollando
cuanto les sale al paso. El ruido a ventosas de las
puertas atrapa a don Eugenio en el momento en que
aborda el tren.
—¿Te rompo la cadera, viejo? —el muchacho de la
lengua taladrada se acomoda los huevos y espacia
una mirada de macho espino. La risa se le escapa por
la nariz y los ojos. Es una risa insolente y jodedora,
que contagia al resto de compañeros. Con un resto
de sonrisa aún por la cara, el muchacho ordena que
le pasen el spray.
Andrés Morales Rotger
Yo confieso
AGENCIA — Don Eugenio Álvarez Sacristán, jubilado de
69 años, rescató al joven J. E. de morir arrollado por un
tren a su entrada a la estación Universidad de la L4.
El acto de entrega de la cruz al mérito civil con
distintivo blanco, convocado para este martes por la
alcaldesa de la ciudad, la concejal del área social y el
responsable del Área Metropolitana de Transporte, fue
suspendido por renuncia expresa del Sr. Álvarez
Sacristán a tan alta distinción.