Revista Farmacéuticos - Nº 131 - octubre/diciembre 2018 - page 15

sumo cuidado caminé tanteando hasta encontrar el
pasamanos de la escalera. Fue dejar caer la cabeza en
mi almohada y quedarme traspuesta, agotada por las
emociones y el soberano revolcón.
Al bajar a la cocina para el desayuno, sobre
las doce, no había nadie. Pensé que mis padres
habrían desayunado a primera hora y estarían en su
habitual paseo dominguero.Vino mi hermano en
pijama y se sentó con su avío de café y tostadas.
Poco después entró, vestido de calle y con gesto
muy risueño, Max, uno de sus amigos.
—¡Buenos días, gente!
—Hola, Max.
Debió reparar en mi cara de extrañeza porque le
salió, sin haberle preguntado, una explicación de su
presencia.
—Esto... Cuando volvimos de la playa nos
enredamos con los antiguos
comics
de tu hermano.
Fíjate si se hizo tarde que acabaron por
convencerme de que me quedara a dormir. Tu
madre fue la primera en animarme. Telefoneé a mi
casa y listo.
Me quedé muda. Se me encendió una alarma.
—Listo, ya...Y, ¿dónde has dormido? —pregunté.
Max tragó saliva antes de contestar.
—En la cama plegable, bajo la escalera. No había
otra...
Enrojecí hasta la coleta. No sé si de estupor o de
vergüenza. Me salió un pito de voz desafinada
cuando me encaré con mi hermano.
—¡Eh, tú! ¿Y Juancho? ¿Dónde está? ¿Es que ha
huido?
—Ah, sí, sí..., Juancho...Anoche llamaron sus padres.
Debían salir de viaje hoy a primera hora por no se qué
de un tío moribundo y Juancho tuvo que regresar
enseguida a Madrid para ocuparse de sus hermanas. Me
pidió que te despertara para despedirse, pero cuando
coges el sueño eres una auténtica marmota. Lo
intenté, pero estabas tan sobada que era más
práctico que él saliera pitando y telefoneara hoy
para explicarte todo.Tampoco es para tanto,
tortolita, total, por un día sin verlo no pasa nada,
digo yo.
Encima parecía divertido. Miró a su querido
amiguete Max.
—¡Fue una suerte!,
¿verdad, hermana? Así
Max tuvo un sitio confortable
para dormir. ¡Genial!
Mientras hablaba mi hermano, Max buscaba
una taza en la alacena como quien hurga en
una pirámide. Sin atreverse a mirarme a la
cara. Efectivamente, chica, me dije, según
opinión generalizada parece que las
cosas han salido redondas para todo el
mundo. Excepto quizá para el tío agonizante.
Después de bastantes años sin saber nada de él, por
razones profesionales que no vienen al caso la
semana pasada necesité localizar por teléfono a Max.
Tras los corteses preliminares de rigor y
suministrarme muy amable la información que me
interesaba, abordó un territorio en el que no me
apetecía lo más mínimo entrar, pero que ya a mi edad
me pareció una chiquillería eludir.Anduvo, más o
menos, por estos derroteros:
—No sé si te acuerdas de aquella noche que tú y
yo..., que nosotros…
—La recuerdo, Max —le corté.
—Me alegro de que te acuerdes.
—Continúa.
Y continuó. Un monólogo de casi media hora. Me
juró muy solemne que, aunque por su corazón y su
cama habían pasado un largo catálogo de novias,
dos esposas y alguna amante esporádica, ninguna de
ellas se había siquiera aproximado al patrón
sobresaliente de mujer que yo signifiqué para él.
Creo que hasta se le escapó algún puchero.
Me despedí de Max con muchos cariños y otros
paños calientes.
Los hombres, cuando se lo proponen, no aprueban
una reválida ni copiando.
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