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Pliegos de Rebotica
´2017
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alía de la cama una vez comprobado que
mis padres roncaban y a mi hermano no lo
despertaría ni un trueno bajo el colchón.
Descalza, para evitar ser descubierta, y en
pijama, recorría el pasillo hasta la escalera
de caracol. Las plantas de los pies pisaban la madera
tibia, y el hormigueo que me trepaba por tobillos y
muslos se contraía en un remolino inquietante a la
altura de las ingles. Bajo la más absoluta oscuridad,
Juancho, apenas me deslizaba junto a él, tardaba dos
suspiros en activar mis hormonas y poner en jaque
mi cuerpo entero.
Mis padres instalaron una escalera de caracol
tallada en madera de cerezo y barandilla con
filigranas de forja para conectar las dos plantas, la
de abajo con la farmacia de mi madre y la de arriba
con la vivienda. Adelantados a su tiempo, instalaron
un innovador sistema calefactor: la temperatura del
agua que ambientaba la casa por unas tuberías bajo
el suelo enmaderado se elevaba al paso por la
chimenea del salón.
Pero solo eran modernos en asuntos energéticos.
Cuando mi novio madrileño venía a verme, a falta de
habitación tenía que dormir en un catre bajo la
escalera. Ni en sueños iban a permitir el mínimo roce
entre los dos que escapara a su censura.A Juancho
esa actitud no le preocupaba.Y a mí menos. Éramos
dos críos, ahora lo veo así, y el peligro a ser
descubiertos añadía un punto de morbo a la fogosidad
de la pasión, ya de por sí incendiaria, de nuestros
encuentros sexuales clandestinos.
Un tres de enero, y con la excusa de traernos sus
regalos de Navidad, Juancho apareció para pasar
juntos la semana de Reyes.Y juntos la pasamos,
enamorados y felices.Todavía más felices
durante las noches. La del sábado iba a ser la
última. Después de cenar nos dimos dos
castos besos en el salón y nos
marchamos cada cual a su cama.
La familia al completo
habíamos disfrutado en la
playa de un cálido día
de invierno. Por la
tarde, y mientras hubo sol,
jugamos en la arena con mi
hermano y sus amigos, luego
Juancho y yo paseamos amartelados por la
orilla. Me excitaba sobremanera que susurrara en mi
oído el guión que tenía preparado para el catre. Como
anticipo, antes de volver nos besamos entre las rocas
de la escollera hasta que se nos puso la boca como un
pimiento morrón.
La playa me agota, y en cuanto me arrebujé bajo las
mantas me dormí sin desearlo.Al entreabrir los ojos
en la oscuridad el despertador marcaba las tres y
media. Me sobresalté. Debía darme prisa.Asomé la
cabeza al pasillo. Ronquidos por aquí. Silencio por allá.
Anduve sigilosa hasta la escalera y bajé en busca de
un fin de fiesta por todo lo alto con Juancho.
Más silencio y sombras. Dentro ya de la cama, me
restregué por su espalda como una gata y, pasando mi
brazo alrededor de su cintura, comencé a acariciarle
bajo el pantalón de pijama y él enseguida a ronronear
complacido. Cuando hube conseguido la consistencia
suficiente, sin decir una palabra me giró con suavidad
hasta colocarme boca abajo, con la mejilla hundida en la
almohada. Cerré los ojos. Me recorrió arriba y abajo
muslos y columna vertebral con las yemas de unos
dedos diestros, con lentitud y mimo.A punto de
reventar yo, me penetró apoyándose sobre mis glúteos
y espalda hasta alcanzar ambos al unísono un orgasmo
fulminante. No recordaba si se atenía o no al guión que
me había anticipado en la playa, pero sí recuerdo ahora
que fue, sin duda, uno de los mejores polvos de mi vida.
Nos quedamos inmóviles un buen rato. Me acariciaba
cuello y pelo con ternura y yo me sentí del todo
saciada. Cuando supuse que se había dormido, con
Rafael Borrás
Trajines
clandestinos