Revista Farmacéuticos - Nº 131 - octubre/diciembre 2018 - page 5

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Pliegos de Rebotica
2017
H
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ay muchas clases de fiebre. Los
diccionarios y los médicos hablan de
destemplanzas de temperatura y de
aceleraciones del pulso y la respiración; los
psicólogos, de ardorosas agitaciones del
ánimo en el vértice de la ciclotimia; los poetas, de
vehemencias y desasosiegos apasionados…
Podemos enumerar numerosos ejemplos: la fiebre de
una infección, la fiebre del oro, la fiebre del amor, la
fiebre literaria, la fiebre de los fanatismos, la fiebre del
sábado noche…
Cuando somos poseídos por ese alien inmisericorde,
nos transformamos en otros seres que viven, al menos
temporalmente, otras vidas. Somos entonces, no un
ordenado archivo de estratos intelectuales y
emocionales, sino una amalgama, una formación en
aluvión de excesos y turbulencias. Pero sea cual sea el
artesano que nos modela, el producto final resulta
uniforme, tan reconocible como las figuras escultóricas
de Juan Muñoz: los ojos brillantes y hundidos, las ojeras
en arcos violetas, los pómulos sonrosados, los labios
rojos secos y ardientes, las manos de hielo y el corazón
desasosegado.
Yo, como tantos otros, he tenido fiebres inquietas,
optimistas, ilusionadas hipérboles de mi misma y mis
deseos. Sonrío al recordarlas, porque aún en su
desmedida,
siempre fueron
positivas. No
renuncio a seguir
disfrutando de
ellas.
Pero también,
como todos, he
tenido fiebres
patológicas,
temperaturas
sádicas que me
han sometido
absolutamente,
que me han
transformado en
un ser indefenso, vulnerable, sin
rumbo, sin futuro, rendido en una capitulación sin
condiciones. En ese estado, cualquier caricia, cualquier
palabra amable, cualquier gota de amor que me salpique,
es un remedio mágico, y yo diría, imprescindible. Esa
fiebre me ha asaltado hace tan poco, que no necesito
recordarla pues veo aún el extremo perfilado de su
sombra.
Y por eso, antes de que se me olvide, antes de que
vuelva a las otras fiebres, quiero darle las gracias por
hacerme mejor persona. Por enseñarme con mi propia
experiencia que cuando un ser humano sufre, una
palabra amable puede ser la mejor medicina.
Soy médico y es mi obligación seguir siempre
estudiando, avanzando en conocimientos y habilidades.
Así que voy a modificar de forma perentoria en mi
“librillo de maestrillo” la dosis de cariño y compasión
que tenía apuntada, incrementando la fórmula en ese
principio activo por otra parte tan barato, en todos los
tratamientos de todas las enfermedades reales o
imaginarias existentes.
Porque como dice Gabriel García Márquez, el maestro
de otras soledades, todo es cuestión de despertar el
alma y aprovechar una segunda oportunidad en la tierra.
¿No les parece que deberíamos decir que esta pequeña
enfermedad mía ha cursado con una “bendita fiebre”?
Yo creo que si.
Pues eso.
Exceso y capitulación
El que sufre, tiene memoria.
Cicerón
Aurora Guerra
Figuras escultóricas de Juan Muñoz
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