Revista Farmacéuticos - Nº 131 - octubre/diciembre 2018 - page 9

boca porque discúlpenme ustedes, pero miren que
me apremia ver a la señora Melanie para darle el
beso que le quedé a deber esta madrugada con las
prisas.
Pero Santos Villa nunca pagó aquella deuda. Se
llega, sí, al segundo patio, con el fervor hambriento
del beso en los labios.Asciende hasta la galería
superior y no van a ser los lamentos de la
recamarera los que me detengan ahora.Y ella,
súplicas ahogadas.Y rogándole entre hipidos que se
regresara, que si la señora Melanie tan indispuesta,
la pobrecilla, metiéndose a conciencia en la sal de
las lágrimas, y llorándole a poquito a poco, sí, para
que le diera tiempo a llorar más y disuadir a
Todoslosantos de que acudiera a la alcoba de su
esposa, mejor me descansa usted ahora un ratito, a
tan solo un par de puertas más allá, al término de
un corredor rebosante de macetas azules de
Talavera de la Reina.
Santos se atusa ese bigote suyo caído a lado y lado
de la boca, aprieta esos labios también suyos que
dan miedo y sigue crujía adelante, riéndose de la
evidente mala leche y de todas las babosadas con
que le entretuvo la sirvienta hace un momento,
¡carajo!, y ahora nomás le pido yo a mi mujer que
la devuelva a la pinche choza de donde la haya
conseguido. Eso mismo le iba a decir Santos Villa:
mira, Melanie Yorksfield, reembolsa a la mucama
tuya con su mamacita, ¿ah? Eso iba a decirle, si bien
no dijo nada.Y es que fue abrir la puerta de la
recamara y quebrársele la voz. No puede hablar
Santos Villa; pero ver, bien que puede.Ve una cama
de dosel alto y ve a su esposa Melanie desnuda
hasta el corazón y ve a un indio atezado que se la
quiere comer viva, metido entre lo más hondo de
su cuerpo.
—Nunca imaginé que ella fuera una mujer mala de
cuerpo —tomando pisco hasta la muerte,
Todoslosantos platica consigo mismo, con el
mesero, con quienquiera en la cantina que lamente
su corneada a cambio de tomar con él mientras él
se desampara por dentro.
—Yo quería pagarle el beso que le había quedado
a deber, ¿tú me entiendes, comemierda? —
Santos ve a su mujer en el fondo del vaso,
hermosa hasta decir basta. Se lleva el vaso a la
boca para bebérsela entera, si bien no consigue
más que aligerar tragos cada vez más largos y
beber la muerte en la claridad del aguardiente
infame.
—Porque lo mero cierto es que demasiado
mimo las desbarata —Santos se empuja el último
trago. El pisco se le ha apoderado ya de la
garganta. Escupe una palabra encharcada a modo
de despedida y abandona la taberna agarrándose
del aire.
Al salir, el sol está ya muy rojo sobre
los volcanes. Es ese sol que quema por
dentro y cuyo ardor no lo extingue el agua de
todos los ríos. Con la carabina amarrada a las
correas, Santos Villa se adentra flotando en la
claridad crepitante del día y en la locura que le
queda por dentro.Al cabo de la eternidad del
camino cruza las planicies de maíz y se detiene a
santiguarse frente a la ermita de la Candelaria, aún
con el machete desnudo al cinto.Y pasado un
tiempo sin dimensiones detiene por segunda vez a
su yegua, esa vez frente a un árbol en cuyas hojas
nuevas se refleja el sol.
Caballero en su montura,Todoslosantos espera. Le
echa paciencia viendo caer el calor de rama en
rama, a saltos cortos, como si le quedara todo el
día para alcanzar el refugio amable de una sombra.
Y, finalmente, helo allí. Interpuesto entre el sol y su
mirada, el quetzalito sacude su moño sedoso y
verde. Lento como en un sueño,Villa levanta la
escopeta, se la afianza al hombro y apunta certero.
El quetzal dibuja su pecho de postas rojas tras el
estruendo del disparo, y un eco de rabia fue
rebotando por entre viñas y potreros, fanegas de
maíz y cafetales, platanares y árboles de cacao. Un
eco que se alimenta de besos hurtados, que arde
como salumbre, que no se refrena ante el hierro
forjado de ninguna verja, que ve pasar ante sus
ojos el jardinero de la hacienda, que escucha entre
el fragor de los pucheros la cocinera, y que se
cruza con voz de trueno el primer y segundo
patio, escala hasta la galería azul de Talavera y se
confunde con el grito atragantado de la sirvienta
al descubrir, desplomado sobre una colcha de
plumas, el cuerpo desafiante de Melanie Yorksfield
con un latido de coral en el pecho, rojo y sedoso
como el de un pájaro quetzal.
Cuento ganador con Primer Premio
del XXXVII Concurso Internacional de
Cuentos de Guardo (Palencia)
9
Pliegos de Rebotica
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