Pero eran insoportables. El uno porque brillaba, el
        
        
          otro porque manchaba y escribía y el último como
        
        
          ratón de biblioteca y eximio investigador,
        
        
          resultaban engreídos, altaneros, fríos y distantes.
        
        
          ¡Con decir que el diamante sólo alternaba con la
        
        
          realeza y la alta aristocracia, está dicho todo!
        
        
          Se pasaban el día refunfuñando contra los vecinos,
        
        
          sobre todo con el del piso de abajo, el señor
        
        
          Silicio. Cuando volvían de la joyería, de la papelería
        
        
          o de la biblioteca, siempre, siempre, siempre, se
        
        
          enfadaban con él. Éste vivía con el Oxígeno como
        
        
          sabemos y tenían el portal, la escalera y hasta el
        
        
          ascensor permanentemente llenos de arena, tan
        
        
          menuda y abundante que se introducía hasta los
        
        
          últimos rincones.Y no digamos después de una
        
        
          noche de farra con los óxidos metálicos: entre sus
        
        
          granos de cuarzo y mica era fácil encontrar restos
        
        
          de vasijas, platos, vidrios,…
        
        
          No lo soportaban. El Diamante, el Grafito y el
        
        
          Carbono14 no podían soportar esa suciedad, ese
        
        
          desorden, esas labores de populacho grosero y
        
        
          ordinario.Y le obligaban a barrer constantemente
        
        
          el portal y la escalera inferior y la superior,
        
        
          mientras ellos iban y venían a sus altos y
        
        
          encopetados encargos y trabajos.
        
        
          Hasta que un día particularmente colmado de
        
        
          fatigas, disgustos, regañinas y desprecios, los dos, el
        
        
          Silicio y el Oxígeno (aquél totalmente y éste
        
        
          dejando un residuo para el señor Carbono, como
        
        
          ya se verá), formando la humilde sílice, la
        
        
          abundante arena, decidieron marcharse cuanto más
        
        
          lejos mejor.
        
        
          Sabían por otros vecinos de la existencia de una
        
        
          nueva Tierra de Promisión, ¡California! En la que
        
        
          reinaba una nueva diosa, la Tecnología,Atenea del
        
        
          futuro, que les sometió a una serie de pruebas
        
        
          sorprendentes e inopinadas, pero de las que
        
        
          salieron triunfantes.Y se convirtieron en la base de
        
        
          los “chips”, de las “células electrónicas, en los
        
        
          soportes básicos para fabricar microordenadores y
        
        
          semiconductores y, desde ellos, comenzó a
        
        
          desarrollarse la Informática que reinaba en el
        
        
          nuevo Olimpo (el de la Innovación) cuyo trono y
        
        
          las columnas del salón y las alfombras eran de
        
        
          arena…
        
        
          Enfurecida y rabiosa por las noticias que a diario
        
        
          recibían, la familia del señor Carbono, roída por la
        
        
          envidia, enloquecida por los celos, se combinó con
        
        
          la parte del señor Oxígeno que no había emigrado
        
        
          y, muy ufanos, despreciando siempre al señor
        
        
          Silicio, presentaron sus productos: uno, el Dióxido,
        
        
          impedía la respiración, mataba por asfixia y a su
        
        
          “reconversión” se tenían que dedicar todas las
        
        
          plantas verdes del planeta Tierra. Donde él estaba,
        
        
          se hallaba la muerte, como en el Valle de Java,
        
        
          como en la Gruta del Perro en Nápoles. El otro, el
        
        
          monóxido, traidor y criminal, aborto del primero,
        
        
          envenenaba los ambientes y asesinaba con
        
        
          calculada frialdad.
        
        
          El señor Silicio y el señor Oxígeno se
        
        
          establecieron en un lugar de ensueño, Silicon Valley
        
        
          (el valle de silicio) y, lejos de tanta envidia, de tanta
        
        
          vejación y mezquindad, de falsos orgullos
        
        
          insufribles, pudieron ofrecer, y así lo hicieron, lo
        
        
          mejor de sí mismos.
        
        
          Su compañía informática crecía y pasó a llamarse
        
        
          “Sílice and co” y sus acciones se cotizaban cada
        
        
          vez más lo que los permitió invertir parte de sus
        
        
          cuantiosos beneficios en una fábrica de objetos de
        
        
          vidrio y cristal con el fin de dar un cierto toque
        
        
          poético a la prosa diaria de los microprocesadores.
        
        
          Crearon una Fundación y todos los años
        
        
          entregaban, en medio de una gran fiesta al más
        
        
          genuino estilo americano, unas estatuillas que, en
        
        
          realidad eran unos microordenadores de gran
        
        
          capacidad de memoria y a los que bautizaron
        
        
          como “Oscar de arena”.
        
        
          Y los tres primeros los enviaron a su antigua
        
        
          vivienda, al señor Carbono, al señor Grafito y al
        
        
          señor Carbono14 en recuerdo de una convivencia
        
        
          difícil, pero para la que debía haber siempre sitio
        
        
          en el inmenso y feliz valle de la Naturaleza.
        
        
          Desde su eternidad, el ruso Dimitri Ivanovich
        
        
          Mendeleyeff suspiró aliviado…
        
        
          ■
        
        
          27
        
        
          Pliegos de Rebotica
        
        
          2016
        
        
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