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ualquier época histórica que
consideremos podemos
caracterizarla – o calificarla, con
todo lo que ello tiene de subjetivo
– por diversos aspectos que, de
alguna manera, representan globalmente a dicha
época. A mí se me antoja que la actual – ya bien
entrado el siglo XXI – podríamos caracterizarla
como la
era de la trivialidad
.
Si aceptamos como buena la definición del
Diccionario de la Real Academia Española
(DRAE),
trivialidad es la cualidad de lo
trivial
o común,
algo sabido por todos y
cosa que carece de
importancia
. El término
trivial
proviene del latín
trivium
, nombre con el que se designaba al
conjunto de las tres materias más sencillas –
formado por la lógica, la gramática y la retórica
– que constituían la base de la formación
medieval, una forma de preparatorio para
enfrentarse a las materias más avanzadas,
encuadradas en el
quadrivium
(aritmética,
geometría, astronomía y música). Es decir,
lo trivial se ha convertido en sinónimo
de algo introductorio, simple o poco
elaborado. En matemáticas, también
lo trivial ha adquirido el sentido de
lo simple, de lo que resulta obvio
para todo el mundo, aunque sea un
lego en la materia; aún más, lo
trivial se ha convertido en la
representación de las opciones
poco interesantes. Son, por así
decirlo, el cero absoluto de la
temperatura de la inteligencia;
las soluciones triviales de una
ecuación son las que primero
hemos de desechar, si
queremos salir del ostracismo
científico.
La trivialidad se ha convertido
en la forma de intelección
personal habitual; cualquier tema
o incluso sentimiento es reducido a
sus mínimas proporciones y desnaturalizado
hasta superar el límite en el que lo sencillo se
convierte en una vulgar simpleza. La trivialidad
nos amenaza con su torpe estupidez,
cómodamente asentada en la pereza intelectual
y emocional, hasta el punto de herir
mortalmente a una de las características más
genuinamente humanas: la
trascendencia
, esa
portentosa capacidad para ir siempre más allá de
donde estamos en cada momento. Ahora, casi
todas las decisiones son triviales, están
trilladas
por una costumbre muerta, que es repetida
hasta la náusea. Nos adocenamos plácidamente,
nutriendo nuestras dudas – cada vez más escasas
e inapetentes – con respuestas simples que
ignoran deliberadamente la extraordinaria
complejidad de la realidad; por eso, al
establishment
le resulta tan fácil adormecernos
con la soporífera nana de una tecnología cada
vez más supletoria de la conciencia.
Complejidad
Todo apunta a que
nuestra mente
consciente no está
adecuadamente
preparada para
aceptar la
impredecibilidad.
Quizá sea porque
disfrutamos de una
capacidad portentosa
para explicar cualquier
observación que
hagamos, hasta el punto
de que todo lo que nos
llama la atención lo encajamos
– aunque sea a martillazos – en
un modelo que tenga algún sentido
para nosotros. Eso, que en principio
es positivo, frecuentemente se alía con
nuestra generalizada estupidez –
hermana de la vanidad y prima del
orgullo – para producir efectos
ciertamente deletéreos, haciendo que
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SANTIAGO CUÉLLAR
Pliegos de Rebotica
´2016
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LA REALIDAD BAJO LA ALFOMBRA
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La trivialidad