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Pliegos de Rebotica
2018
Oasy acrecienta la confianza de la niña ante la
perspectiva de que una criatura tan voluptuosa se
interese por ella. La magnificencia del plumaje de
ese pájaro de mirada dulce, que sostiene con
atrevimiento la conversación, la embelesan; su
propio universo en blanco y negro contrasta
sobremanera con la exuberancia milimétrica de
este visitante inesperado.
-¿Cómo te llamas? –reabre la niña la
conversación con la curiosidad inquisitiva de sus
diez años.
-Oasy, ¿y tú?
-María. Me llamo María.
-¡Ah!... Es un nombre muy bonito. ¿Y hace
mucho que estás aquí?
-Llegué el año pasado. Me trajo mi padre,
Antonio López. Tal vez hayas oído hablar de él.
-Pues,… no sé –Oasy trata de ocultar con
disimulo su azoramiento por la falta que, intuye,
acaba de cometer y a la que le ha llevado su
ignorancia del universo humano.
-Bueno, no te preocupes, no pasa nada. Por
cierto, eres un ave muy bella. Tienes unas plumas
preciosas. Ese azul es tan brillante…
-Tú también eres muy guapa –se apresura Oasy
a responder con un hilo
de voz.
-Sé muchas cosas de
esta parte del Museo –
se decide María a
cambiar de tema-
¿Quieres que te enseñe
algunas?
-Pero… es que igual se
me hace un poco tarde.
Ya sabes que tengo que
estar de vuelta en mi
sitio antes del amanecer
y estoy un poco lejos.
María se toma un
segundo para pensar.
Conoce las leyes
espacio-temporales que
Oasy debe cumplir y
que hace tiempo que
no rigen para ella. En
realidad no sabe por
qué y cómo suceden
estas cosas; sabe,
simplemente, que
ocurren, que sólo se dan entre las paredes
aterciopeladas de ese Museo y que es feliz por
ello. Definitivamente, le gusta su nuevo amigo.
-Vamos. Es divertido. Te presentaré a la pandilla
–se arranca por fin María, invitando a su
compañero a seguirla mientras le tiende su
mano de piel suave y dulcísima acogida.
La proximidad de la mañana trae de nuevo el
orden al Museo. Los piratas retornan a sus naves
corsarias, los monarcas a sus tronos figurados,
los niños a sus juegos ancestrales y los animales
a su función de egregia compañía. No hay largos
adioses, cada promesa de retorno es apenas un
discreto bosquejo del “hasta después” que se
intercambian presurosos.
Los primeros visitantes corpóreos de las salas de
exhibición se incorporan poco a poco al
caudaloso flujo diurno. Se despliegan en manada,
admiran, comentan, sonríen, asienten, aciertan,
festejan y se dejan embelesar. No hay descanso
oportuno a su mirar pausado, a sus metódicos
descubrimientos o a su despreocupado aprender.
-¡Mamá, mamá, mira ese cuadro! Tiene una parte
en blanco, ¿tú crees que está sin terminar? –la
percepción virulenta del primer niño que cruza
la sala lo empuja, cómo no, a la denuncia.
Las miradas simbióticas de otros visitantes
infiltrados se dirigen curiosas al lugar que indica
el diminuto índice de
la mano izquierda
del niño.
Y es verdad. El
espacio blanquecino
se transforma en
hiriente apelación
entre la exuberante
multiplicidad de
colores de su
entorno. La cuasi
perfecta
organización
pictórica ha perdido
su buscada
sincronización.
Algo ha fallado. Oasy
y María, exhaustos e
invisibles al pie de
“El Circo azul” de
Chagall, reanudan, ya
sin prisa, su exclusiva
conversación.
-Ya te dije que
llegaríamos tarde.