desesperado por demostrarle que
el fruto no está envenenado, que
la mayor acumulación de venenos
se halla en los amores muertos y a
ver cómo le dice ella ahora que
poco o nada puede hacer frente la
presencia permanente del fantasma de
otra mujer; de los fantasmas de sus
propias contradicciones y dilemas.
Que, a la larga, el amor cansa
demasiado. Cómo le digo que no
puedo reprimir más mis ganas, que
quiero que aquello que pasó vuelva a
pasar, y que voy a ser yo quien ya mismo lo
tienda en el suelo y se lo folle encima de ese
blazer azul marino, con todo y sus botones de
ancla—. Ten, pruébala. Manzanas
esperiegas, las más tardías.
—¿Yo? —Reticente. Sacude la cabeza,
retrocede un paso. Rechaza la tentación
con un afectuoso gesto. Un pájaro sin
nombre remonta el vuelo—. No, no me
apetece; gracias.
—¡Tonto, mira! —riendo, ella. Acercando la fruta
pecaminosa a la luminosidad blanca de su risa.Y
enseguida el crujido al arrancar de cuajo la
perfección del primer bocado. El sonido de los
dientes en una manzana cuyo mesocarpio
esconde una gota de lluvia—. Prueba mi mundo,
venga —la muchacha cierra los ojos mientras la
gota que quiso ser lluvia, que quiso ser lágrima,
que quiso ser pulpa, se mezcla con la
yerbabuena, el tomillo, el hinojo y la ácida
dulzura de la manzana que ya comienzan a teñir
las papilas de la muchacha del camino.
Al cabo de un momento de vacilación, el
hombre busca ese otro lado sin huellas de la
primera mordida. Sube a sus labios la piel pura
de media manzana virgen.
Tanto interés de la mujer
en que pruebe la
endiablada herejía que le
ofrece. En que el
hombre la pruebe. Si
ella quiere, él…
—¡Sí! —la emoción
ribeteándole
los ojos, ella. Lágrimas ciento por
ciento humanas, sin trazas de
lluvia. La piel roja frente a la
mancha roja de unos labios que
provocan. La gota distingue ahora la
saliva gruesa y el sabor espeso del
hombre del blazer azul. El deseo que
revienta en la boca de él. La alegría
que llena la boca de ella.Y la gota
reconoce enseguida el amor que
empieza a hervir en la
estrecha rendija que
dejan los besos.
—Confiesa que has
venido a buscarme —al borde
de la carcajada o del llanto, ella.
Sonriendo más con los ojos que
con la boca. Sollozando más con
la voz que con los ojos. Labio contra labio,
lengua contra lengua. La gota que quiso ser
pulpa, quiere ser lluvia otra vez. Advierte que en
medio de las palabras está de más. Que el amor
quema y que le será suficiente con permanecer
a flor de labios para que ese viento que no sabe
de dónde le llega se la lleve consigo—. Has
venido a buscarme; dime que sí.
Una ráfaga de aire quemado se mete en el
boquete por donde respira el amor y arrastra la
gota. La gota que fuera lágrima y luego pulpa y
luego saliva en boca de dos amantes es ahora un
diminuto fantasma de vapor. Aquí, con el amor,
siempre sucede igual: un hombre y una mujer se
besan. Dos mujeres se besan, dos hombres se
besan y enseguida la saliva asciende,
transparente, temblorosa, transformada en agua,
el camino de regreso hacia esas hebras de nubes
que ya empiezan a tejer de blanco el cielo del
edén de los manzanos.
n
34
Pliegos de Rebotica
2018
Relato Finalista del IV
Concurso LaCaixa y RNE