Revista Pliegos de Rebotica - Nº 133 - Abril/Junio 2018 - page 17

los sonidos propios de su tribu, con los gestos
manuales que daban la bienvenida, con sonidos que
había oído en otras tribus nómadas, incluso con
algunos bailes rituales usados en sus ceremonias.
Pero no hubo comunicación. Aún así, le hizo gestos
para que le acompañase hasta la cueva de la tribu, y
esto sí debió entenderlo la diosa, pues le siguió de
cerca, viendo en este momento que no flotaba, por
el rastro que dejaba sobre la arena o las ramas que
rompía a su paso. Unos metros antes de llegar a la
cueva, cuando ya se veía la boca perfectamente,
incluso algunos niños jugando fuera de ella, la
deidad se paró, dio media vuelta, y corriendo se
introdujo en la nave con la que había aterrizado,
iluminándose de nuevo, y saltando al espacio. Danga
no entendía nada. ¿En qué había ofendido a la diosa?
¿Qué mal iba a traer su acción a su tribu?
Permaneció en silencio toda esa noche, sin tomar
alimento alguno, ni comentar nada con el resto de
sus compañeros.
El día siguiente lo pasó recolectando hierbas
medicinales como perfecta escusa para estar fuera
de la cueva, sola (así se mantenían intactos los
espíritus en las plantas, pues ella los conocía, y ellos
le conocían a ella), mirando al cielo con la
esperanza de ver de nuevo aquella luz.Y esa tarde
se produjo la primera desaparición de un niño.
Nada extraño en estos días, en los que alejarse del
grupo protector, o de la cueva tribal, podía suponer
convertirse en la suculenta comida de un animal
salvaje, o la víctima propicia de una tribu nómada
interesada incrementar el número de miembros,
aunque fuese por la fuerza. Los cazadores de la
tribu estuvieron buscando hasta que no se
distinguía el color de la hoja del color de la rama, y
dieron por perdido al pequeño. La desaparición de
un segundo niño al día siguiente, puso en alerta a
todos, y más cuando una tercera niña pequeña
desapareció esa misma tarde. Ahora sabían que
pasaba algo. O una
manada de animales
salvajes les estaba
acosando, algo
improbable, pues los
cazadores habrían
descubierto el
rastro, o una tribu
nómada esperaba
que estuviesen solos
para capturarlos e
incorporarlos a sus
filas. Esta fue la
mejor explicación
que dedujeron, por
lo que desde ese
momento guerreros
armados con hachas y lanzas con punta de sílex
hicieron guardia por la noche en la entrada. Danga
no dijo nada, pero esperaba esta tragedia, por el
enfado de la diosa con ella. Lo tendría que
solucionar.
Al amanecer, nuevos gritos y lamentos.Tres niños
habían desaparecido de sus lechos. Los guerreros
habían permanecido atentos toda la noche. No
habían visto ni oído nada.Todo cambiaba. Ahora ya
pensaban que no era cosa de este mundo, era cosa
de espíritus malignos. Las miradas de toda la tribu
recayeron en ella. Magia contra magia. Poder contra
poder.Y por señas, aceptó el reto de su gente,
aceptó el desafío de los dioses. Sabía dónde ir.
Esa tarde, con toda la tribu encerrada en el interior
de la caverna, en lo más profundo de la oquedad,
una figura femenina se encaminó al prado del frutal.
Esta vez sí iba nerviosa, sobre todo porque a medio
día había desaparecido otra chiquilla que se
aventuró a ir a beber al gran río, escapándose del
abrazo protector materno.Y llegó al prado.Y allí
estaba la morada de la diosa, con la oquedad
abierta que daba acceso al interior de su cueva,
quizá sin cerrar, por un exceso de confianza, al no
sentir amenaza alguna de aquellos seres primitivos.
Se armó de valor. Ella era Danga, ella caminaba
junto a espíritus en los rituales de la tribu, y no se
iba a dejar atemorizar por una sola diosa.
Imploraría su perdón, si es que en algo la había
ofendido. Pero pediría el retorno de los niños, el
futuro de su tribu, aunque ella tuviese que pagar el
precio con su vida.Trepó hasta la compuerta
abierta. Se aventuró dentro de una cueva lisa, sin
aristas, hecha de luz verdosa. Era fría. Suelo frío.
Paredes frías. Suave.Y en mitad de la sala principal
vio como la diosa tenía encima de una especie de
altar a la niña sedienta de agua. Pero ya no era la
niña que había ella conocido,
si no un amasijo de carne
deshidratada, solo
reconocible por el
amuleto que llevaba
colgado la menor en
el cuello.
Desenfundó su
herramienta de
sílex. Ahora
entendía que ella
era la abeja a la
que habían
seguido hasta el
panal. Pero ese
espíritu maligno
no iba a seguir a
nadie más.
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