Revista Pliegos de Rebotica - Nº 133 - Abril/Junio 2018 - page 9

aventurarme con otro envite de
la encuesta.
—Esta mujer, ¿la reconoces?, la
del tiempo de la tele…,
últimamente lo debe estar
pasando regular. ¿No la notas
rara?
— ¿Rara? ¿En qué sentido?
—Ausente, triste, algo
deslucida. No sé… Ojalá
pudiera hablar con ella. Creo
que necesita alguien que la
ayude. ¿No te parece?
—A mí lo que me parece es
cada día más maciza. De
relinchar. Si consigues localizarla
pásame su teléfono, por favor.
Me vendría muy bien material de primera clase.
Arturo acaba de divorciarse con cuarenta y
pocos y, según confiesa sin tapujos, está centrado
en disfrutar del tiempo desaprovechado pero
aún recuperable.
Entretanto la joven faltaba al gimnasio cada dos
por tres. Si acudía transitaba por el tatami con
más pena que gloria, esquivando ejercicios
exigentes. O sea, que el problema con aquel
sujeto iba de mal en peor. Seguro que además de
celoso sería un cretino de tomo y lomo. O hasta
puede que un neurótico peligroso.
Dos semanas después volvimos a coincidir en el
bar. Presencié desde mi anonimato otra escena
con el mismo protocolo. Por culpa del cretino,
faltaría más. Respuestas nerviosas y
entrecortadas. Movimientos secos de manos y
cabeza. Según la charla avanzaba la chica iba
crispándose. Tras colgar respiró hondo. Dos, tres,
cuatro veces…, luego la vi encaminarse sofocada
hacia los servicios.
Su móvil había quedado olvidado
sobre la bolsa de deporte. En
ese instante se me cruzó una
vena, y sin valorar las
consecuencias ni atenerme
al sentido de la mesura
que se le supone a un
reputado jurista, fui hasta el
aparato y pulsé el número de la
última llamada. En cuanto
contestó una voz masculina, no me
reprimí:
—Abre bien las orejas, pedazo de
gilipollas. Sé quién eres, y como
no dejes en paz a esta muchacha
te juro que te buscaré, te echaré
el guante y te caparé sin anestesia
con mis tijeras de podar el
magnolio. Daré contigo aunque te
escondas en el fondo de una
alcantarilla, que es donde deben
vivir las ratas como tú. Piénsatelo
dos veces antes de volver a
molestarla, ¡so capullo! Y colgué.
Volví a mi mesa antes de que ella
regresara y al poco ambos
salimos sin habernos dirigido una
palabra.
Pronto pude comprobar los
efectos de mi audacia. Ante las
máximas y mínimas, los soles,
las nubes y los rayos de guiñol,
en pocos días volvió a brillar animosa, suelta,
lozana, a mover los brazos con la airosa
elegancia de un Zubin Mehta. A ser de nuevo
como un puñado de agua fresca en el rostro.
Algo se me hinchó por dentro de pura
satisfacción. Para mayor gloria mi hija llegó
exultante un mediodía y me hizo partícipe del
milagro: había aprobado el examen sin casi
copiar. Luego me rodeó el cuello con los brazos
y me dijo lo mucho que me quería. Las cosas no
podían ir mejor.
La tarde siguiente y después de machacarme en
la cinta de correr, acudí al bar a recuperar
fuerzas y me senté a tomar una de esas soserías
líquidas embotelladas. Ella también estaba por allí
tomando café en la barra. Camino de la puerta
dio un rodeo con la clara intención de pasar
junto a mi mesa. Casi me atraganto con la
sosería líquida al verla acercarse. Erguida como
una ballesta, taconeo de pasarela, mirándome sin
disimulo, sonriente.
Seductora. Escuché
su tono de voz
mejor timbrado
cuando se inclinó
para susurrarme, sin
apenas detenerse:
—Muchísimas gracias.
Eres un cielo.
Y yo me quedé sentado y
mudo, con la misma cara de
bobo feliz que veo ahora
mismo reflejada en la vitrina
de mi biblioteca.
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