fuentes o las firmas fueran, sin la más mínima
duda, de primera fila. Para ella empezó a quedar
muy claro que sólo el tiempo rubricaba la
verdadera relevancia de los hechos.
Pasaron varios años hasta que aquella biblioteca
muy poco secreta desapareciera de su día a día.
Terminaron por arrollarla la apisonadora
incierta de las obligaciones académicas y los
nuevos conciertos emocionales que iba
adquiriendo. Los cambios en las prioridades se
hacían patentes y de base tan práctica que la
vuelta a la revisión de los viejos papeles
terminó por convertirse en un imposible. Un
buen día supo que la amenaza materna se había
hecho tangible y, como siempre a traición, las
bolsas, sus bolsas, habían acabado compartiendo
espacio con las herramientas del jardín. Nunca
se atrevió a rescatarlas; en el fondo temía
reencontrarse con su pasión juvenil y, tal vez,
comprobar su insignificancia.
Algunas
décadas
más
tarde, ni
había amenaza ni
podía ser materna,
pero casi en
repetición de aquellas escenas juveniles su
pareja terminaba por dejar caer frases
parecidas, mitad sugerencia retadora mitad
relativa incomprensión.
–No sé para qué quieres un ordenador nuevo
si lo tienes muerto de risa en la caja. ¿Cuándo
vas a cambiarte?
–Pronto. En cuanto tenga un rato –replicaba
ella escurridiza.
–Luego no te quejes de que va lento y que se
pasa la vida actualizándose…
–Ya, si ya lo sé, pero es que primero tengo
que hacer limpieza, organizar el correo, las
carpetas, las fotos… No querrás que lo
copie todo sin más –terminaba por justificar
ella lo que de sobra sabía que era auténtica
falta interés.
Era consciente de que tendía a la querencia
con determinadas cosas, y que eso la llevaba
a mantenerlas cerca más allá que la mayoría
de la gente. No, no es que confundiera sus
propiedades; razonaba con una rotundidad
absoluta que los objetos no poseían alma, pero
tenía la sensación de que las horas
compartidas, la cercanía y el apoyo que
mutuamente se prestaban creaba una
complicidad digna de respeto al margen de sus
componentes materiales. A veces no podía
apartarlos de su lado sin dejarse alguna esquina
del corazón aprisionada en los entresijos.
Pero a pesar de su confesada inercia, el día
apropiado llegó. No por elección propia sino
por la pura desesperación que le crearon la
enésima actualización fallida de su HP y los 30
minutos subsecuentes de inútil espera. Como
siempre que tardaba en afrontar una tarea sin
que hubiera razones determinantes para ello,
un chispazo de hartazgo, esta vez definitivo, se
reveló instantáneo y supo que ese sería el
último intento de actualización de aquel
portátil. Encajó el
pen
con mayor capacidad de
memoria al puerto más rápido y comenzó a
elucubrar. Tendría que tomar ciertas decisiones.
El puro reflejo de consistencia hubiera podido
terminar en una réplica de las carpetas y dejar
arrumbado el antiguo ordenador para que sus
secretos pereciesen con él tras la escueta
precaución de un simple borrado. Descartó
incluir la carpeta de ‘Imágenes’ completa
porque, aunque con periodicidad errática, las
fotos de los distintos dispositivos terminaban
siempre por ser copiados en el disco duro
externo y los videos le importaban muy poco.
Aun así, más tarde se ocuparía también de
revisarla. Sabía que la carpeta crítica era
‘Documentos’; decidir sobre lo que contendría
su gemela en el ordenador nuevo necesitaría
una reorganización de prioridades, una
auténtica revisión crítica donde debía dejar de
lado su perfil emocional.
“Es así como se desarrolla la vida; así, con altas,
bajas y una mayoría de permanencias”,
reflexionó antes de preparar la guillotina.
Deseosa de llevar adelante la revisión con la
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Pliegos de Rebotica
2019