conclusión que la que llevaba
inicialmente obtenida del alcalde. Un
pobre loco.
Cura y maestro fueron juntos a conocer
al sujeto, en este caso movidos por el interés de
dar algún cobijo, obviamente provisional, al hombre
perdido y sin referencias de su origen. Estos, pese a
la amabilidad que intentaron, también fracasaron y
en unos minutos tomaban camino de regreso a la
taberna donde dieron idénticas novedades que los
anteriores representantes.Allí, sentados a la mesa y
con una taza de café recién sacado del puchero,
llegaron a la conclusión de que su única obligación
consistía en comunicar a las autoridades de la capital
la situación de aquel
hombre loco que hablaba
solo y deambulaba sin
rumbo por las escasas
calles del pueblo. No
consideraban tener ni
medios ni obligación para
hacerse cargo de un
problema a todos luces
sobrevenido y ajeno a sus
obligaciones.
Pasaron unos días antes
de que las autoridades de
la capital se presentaran
en el pueblo para tomar
cartas en el asunto. Entre
tanto el cura párroco
habilitó un cuarto
pequeño de una casa de
aperos adjunta a su propia
vivienda para que el loco
durmiera y se resguardara
del frio de la noche que,
aunque un poco más tibias
que en las montañas,
dejaba sentir una gélida
caricia en un “
in crescendo
”
que terminaba con la
madrugada donde
alcanzaba el zenit, justo
antes de que el Sol
asomara entre las dos
montañas.
Cuando una ambulancia
marcó con su sirena su
presencia todos asomaron
su figura, unos tras los
cristales, otros caminando
precipitados para ser testigos directos y aún alguno
desde la lejanía pudo intuir por los sonidos lo que
pasaba en el pueblo.
Y así, como vino se lo llevaron. El cura echó de
menos abrir el cobertizo, los niños añoraban en
cierta forma la presencia del extraño, sus carreras y
su soliloquio sin sentido. Los demás, sentían un
pequeño latigazo de tristeza, como si hubieran sido
testigos o incluso reos de una situación injusta, al
menos extraña, insólita, con esa rareza que dejan los
acontecimientos que sabemos ajenos pero que de
alguna manera implican a todos.
Pasaron un par de semanas y nuevamente con
súbito enredo de gritos y carreras volvió a aparecer
el sujeto. Esta vez nadie se extrañó, al contrario, de
algún profundo modo todos se alegraron. Los gritos
fueron dando paso al monólogo a media voz hasta
que sus palabras ciertamente incomprensibles se
fueron haciendo cada vez más inaudibles.
Nadie se molestaba porque a nadie molestaba su
presencia, nadie se sentía ofendido por el deambular
de este hombre que poco a poco fue regalando a
todos sus servicios, a una señora le llevó una carga
pesada hasta su casa, a los niños los cuidaba y
elevaba la voz cuando alguno corría algún peligro.
Otras veces le dejaban barrer la taberna a cambio
de comida y cada domingo se encargaba de pasar el
cepillo entre los que acudían a misa. Eso sí, ni
siquiera en la iglesia se callaba del todo aunque nadie
supiera que decía, tampoco interrumpía porque se
cuidaba especialmente de impedir que su voz
alcanzara el oído de nadie.
Pasó por el pueblo un viajante, de esos que tardan al
menos un año en volver, traía, como siempre, telas,
adornos y cachivaches, algunos útiles, otros meros
intentos fallidos para engañar a los pueblerinos. En
mitad de la plaza gritaba a todos sus mercancías y
por allí pasó nuestro hombre. El comerciante se fijó
en él y preguntó entre risas. ¿Quién es ese loco?
Todos callaron y le miraron mal encarados, de entre
todos, un niño gritó. “No es un loco, solo es un
señor que le gusta hablar solo”.
Todos sintieron una profunda satisfacción por la
reacción infantil, se sintieron orgullosos del chaval y
de si mismos en consecuencia, al fin y al cabo, todos
eran hijos de esa tierra, de ese pueblo que entre
todos habían construido y al que ahora sumaban la
presencia de un hombre al que le gustaba hablar
solo. De es modo, de un modo tan sencillo y al
mismo tiempo tan sabio, todo el valle venció a la
locura.
■
38
●
Pliegos de Rebotica
´2018
●
FABULA