Revista Farmacéuticos - Nº Número - 132 Enero-Marzo 2018 - page 37

A
A
quel era un pueblo tranquilo, tanto por
sus gentes como por el lugar. Un valle
dominado por cumbres de media altura
pero capaces de recoger el calor para
los que vivían a su refugio.Varios
manantiales hacían crecer dos arroyos que
finalmente terminaban en un pequeño río.Agua fría
pero cristalina animaba las tierras y con sus
productos a las gentes que las cultivaban. En las
praderas, pequeños grupos de vacas pastaban de
forma pausada pero constante, del modo en que
solo los rumiantes saben hacer, atentas a lo que pasa
a su alrededor sin despegar la boca de los brotes de
hierba con apariencia de plena concentración en lo
que viene del suelo, pero despiertas a cualquier
perturbación que suceda en el aire.
De la mayoría de las casas, todas de piedra, salían
hilos de humo de chimenea ascendiendo de un
modo continuo hasta que el color del humo se
disipa a media altura como si fuera tragado por una
misteriosa garganta. Una mínima actividad humana
dejaba evidencia de la ocupación de los lugareños. A
lo lejos una figura labraba la tierra, sobre la ladera
de la montaña del norte un rebaño de ovejas
llevaba la vista hacia otra figura humana reposada
sobre una gran roca. En el mismo pueblo podía
verse algún movimiento, poco apreciable porque la
inercia de la rutina hacía que toda actividad fuera
absorbida por el ambiente como el aire absorbía los
humos de las chimeneas.
Sonó una campana y un instante después un
alboroto de chiquillería sonó por el valle. Era la hora
del recreo. En la escuela no había patio, los chavales
descansaban su media mañana en una pradera
adjunta a la escuela. Ese sonido era uno de los
latidos de la aldea, los momentos clave del día, esos
que marcan el ritmo y todos ellos antecedidos por
el sonido de una campana.
Era uno de esos sitios donde nada ocurre porque
todo transcurre de un modo continuo, sin
novedades ni sobresaltos. Cada cual hace su vida y
su vida a nadie molesta porque todos acompasan sus
ritmos al del colectivo.
Aún quedaban unos minutos de recreo, aún podían
oírse las vociferantes expresiones de los chiquillos y
en medio de esa normalidad se oyó una especie de
alarido, un grito que solo podía salir de la garganta
de un hombre desesperado. Después del grito inicial
siguió un discurso vociferante, con tono amargo,
indescifrable, como atropellado por sus propias
palabras. La voz siguió oyéndose mientras se movía
hacia el centro del pueblo, cada vez más bajo pero
igualmente indescifrable.Allí en el pueblo se asentó
aquella voz. La producía un hombre de aspecto
corriente, pero con la mirada perdida, los ojos más
abiertos de lo normal y que deambulaba sin rumbo
fijo, unas veces se dirigía a la plaza, otras llegaba a un
extremo del pueblo, después vagaba en torno a la
iglesia. No paraba de caminar ni de emitir un sonido
que quería convertirse en palabras, en algún mensaje
que nadie entendía y que quizá
por esa razón se fue haciendo
cada vez menos audible hasta
convertirse en una retahíla casi
privada, el hombre seguía
moviendo sus labios, pero apenas
podía escucharse su voz.
Su presencia se integró en el
paisaje lo suficiente como para
que los tenidos por autoridad
hicieran el esfuerzo de acercarse
a él para intentar conocer las
razones que le traían al pueblo.
Primero fue la autoridad civil, el
alcalde, se interesó por las
razones de su presencia en el
lugar. La respuesta no cambió su
verborrea, solo aumentó la
intensidad de su voz.Al principio
el alcalde sintió temor, luego se
convenció de que era inofensivo
y volvió a la taberna para dar
noticias de su encuentro
concluyendo que debía ser un
pobre hombre con la razón
perdida y que nada podía hacer
por él.Tomó la iniciativa el
alguacil, como autoridad policial y
en nombre de su comunidad se
acercó al sujeto para valorar su
peligrosidad, pero dado que no
cometía delito alguno hubo de
declinar su interrogatorio sin más
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Javier Arnaiz
FABULA
El hombre
que hablaba solo
Pliegos de Rebotica
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