E
E
stas son fechas importantes, en muchos
sentidos nos sacan de la zona de confort,
de la rutina y el devenir de la vida diaria.
Nos reúnen con otras personas y nos
obligan a ser felices de un modo muchas
veces histriónico.
En una ocasión, un niño de una familia bien
acomodada, estaba sentado, escribiendo su carta de
pedido a los Reyes Magos, en ella recogió una buena
parte de un catálogo de juguetes estratégicamente
depositado en el buzón de su casa. Después cuando
hubo finalizado, repitió la misma operación, esta vez
dirigido a Papa Noel y en esta ocasión complementó
su pedido con las alternativas que consideró excesivas
como petición a los tres sabios.
El niño sentía una gran agitación, casi ansiedad, como si
la obtención de todos los objetos deseados fuera a
cambiar su vida, como si ese cúmulo de ansiados
regalos por fin calmaría su vacío, una incómoda
sensación de vacuidad que nunca quedaba satisfecha,
una especie de abismo interior al que no se atrevía a
mirar y simplemente intentaba llenarlo con objetos
que al publicitarse ofrecían de forma más o menos
velada esa posibilidad.
Por la noche, entregó las cartas a sus padres para
que ellos gestionaran su llegada a término. El niño
en su excitación repetía que su comportamiento
durante el año había sido ejemplar, en el colegio,
en casa y con sus compañeros de juego. Tanto la
madre y el padre atendieron con fingido interés su
atropellada narrativa, después de unos segundos, el
padre sentenció con exagerada suficiencia: “En ese
caso, los Reyes Magos no tendrán más remedio
que cumplir”. La frase terminó con la excitación
del niño, aparentemente debería haberle
tranquilizado, al fin y al cabo era consciente de que
la aprobación de sus padres
era la mejor
recomendación
posible para lograr el
cumplimiento de su
pedido. Sin embargo,
el niño gano en
tristeza lo que había
perdido en
excitación, se retiró de la
escena dejando a sus progenitores hablando de
sus planes de fiesta y como compatibilizarlos con
los horarios de cada uno. Poco a poco se avanzó
hacia su dormitorio, entró sin atender ninguno de
los objetos obtenidos de anteriores navidades que
a modo de exposición quedaban bien repartidos
por el espacio de la habitación. Se tumbó sobre su
cama sin ni siquiera quitarse los zapatos, sus ojos
se cerraron y su conciencia, activa y excitada unos
minutos antes caía ahora en un profundo sopor
que poco se fue haciendo cada vez más hondo
hasta alcanzar el sueño.
El niño comenzó a soñar, pero fue uno de esos
sueños raros en los que la realidad coincide con lo
experimentado en el sueño. Se vio sentándose
sobre su cama y diciéndose a sí mismo que debía
ponerse el pijama, todo parecía muy real, sin
embargo, salvo por el hecho de sentir una especie
de indolencia que le impedía actuar, era como si
supiera lo que había que hacer pero su cuerpo no
reaccionaba a sus obligaciones, seguía allí sentado
sobre la cama, torturado por la idea de la
obligación de ponerse su pijama pero incapaz de
hacerlo. No sentía nada especial, únicamente un
pequeño desazón por no estar haciendo lo que
debía. Entonces se fijó en un muñeco que había
recibido las anteriores navidades, estaba viejo,
ajado y polvoriento. El niño sintió cierto temor
por la sorpresa, el cuidaba bien sus juguetes
¿Cómo había llegado aquel muñeco a ese estado?
Entonces giró la mirada a un camión de bomberos
de una navidad anterior, estaba desconchado, sin
ruedas, y con su escalera descolgada por un
costado. Poco a poco toda la escena envejeció,
todos sus juguetes antes bien cuidados se veían
rotos, amontonados como si nadie los hubiera
conservado. Sintió un profundo terror, lo que
antes era un sueño tranquilo comenzaba a
convertirse en pesadilla.
El seguía sentado,
inmóvil sobre su
cama, ya no lo
preocupaba ponerse
su pijama,
simplemente se
sentía extrañamente
amenazado por su
habitación, por los
37
Javier Arnaiz
FABULA
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El fantasma
de las vanidades pasadas
Pliegos de Rebotica
´2017
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