Revista Pliegos de Rebotica - Nº 126 julio/septiembre 2016 - page 16

podía más, que si se me salía el
corazón por la boca, que sí
hay que ver el de la
segunda fila que casi no cabe
en la camiseta…
Por suerte, la clase de
pilates
ponía el punto intermedio de cordura del que
tan necesitada estaba la tarde. El cambio de escenario
reconectaba de nuevo unos cuerpos
escandalosamente doloridos con unas mentes
expectantes tiempo ha de sosiego.Y era ahí
precisamente donde, con la satisfacción rebosante
por parte de la genética XX de la clase, cambiaban las
tornas. La grácil simplicidad de las posiciones de las
féminas contrastaba fuertemente con la rigidez
doliente de los XY. La penitente mirada de algunos
chicarrones venía a revelar que a la aparente sencillez
de la flexibilidad de las mujeres le sobraba
simplicidad. Para ellos, resultaba de todo punto
incomprensible, en pura lógica, que la profundidad de
las arrugas de ellas no se viera penalizada por la
tortura de los ejercicios. Pero estaba claro que si la
naturaleza no había dotado de la flexibilidad adecuada
a sus potentes miofascias, no era cosa de exagerar la
nota y abrirse las carnes en canal para poderse
compararse con la más inofensiva de las mujeres.
Como el tiempo todo lo puede, los vaivenes de la mente
terminaban por detenerse y sumergir al conjunto en un
manso cortejo de figuras replicando al unísono una
variada coreografía de posturas imposibles. El chicarrón
despertaba asombrado de sus incrementados poderes y
la nueva amazona se embelesaba pensando en el plus de
juventud que acababa de regalar a sus arrugas.Y por fin,
la tan ansiada palabra “acabamos” daba por concluido el
tiempo en el piso superior para casi todos.
De vuelta abajo, el armario del vestuario se abrió de
nuevo acogedor para favorecer el cambio
supersónico de uniforme. Zapatillas por aquí,
chanclas por allá; camiseta y mallas en esta bolsa;
bañador, gafas y gorro, no vayas a dejarte nada,
esperando su turno en la otra. Carmen y otras veinte
reconvertidas quinceañeras se encaminaron, tan
eufóricas y dicharacheras como dos horas atrás, a la
puerta vaporosa que conducía a las piscinas. El olor
inconfundible a cloro terminó por afectar al
hiperreceptivo bulbo olfativo del grupo hasta
dominar por unos instantes su atención. El
obligatorio paso por la ducha ahogó
temporalmente las diez conversaciones que
habían ido surgiendo como de la nada. Todo
remediable por lo demás.
La red de posiciones en la piscina de
aquagym
no
admitía discusión. Callado pero eficaz, el sexto
sentido femenino ya había definido con
muda precisión la ubicación de cada
uno.También la de Carmen. Evitar la
cercanía de los incómodos chorritos y,
por encima de todo, alejarse lo más posible de
esos vejestorios torpes,
que no hacían sino
contaminar de
realidad su terca
voluntariedad de
progreso, eran sus
objetivos. En adelante, sólo restaba conseguir que el
sonido atronador de la música no confundiera las
instrucciones de la monitora y salir al encuentro de su
última hora de anónima felicidad, hasta que las palmadas
finales clausuraran la euforia del festival acuático.
Cuando las manecillas sobrepasaban en pocos minutos
las 8, y una vez recompuesta la reserva endorfínica tras
la ducha, el vistazo al móvil devolvió a Carmen a su
papel cuasi permanente de madre y abuela. Cinco
llamadas perdidas y el característico centelleo de los
whatsapp
pendientes rebelaban una vez más la
impaciencia de su hija.
–Dime, Gloria –concedió Carmen tras descolgar su
hija el teléfono.
–Hola, mamá.Ya era hora… Oye, que si podrías ir a
recoger a Carlos al baloncesto a las ocho y cuarto.
–Pues,… No, no, lo siento, hija, pero hoy no puedo.
El tono de la voz de Carmen sonaba tan pausado y
cautivador como siempre, consciente de que era un
deber para consigo misma ejercerlo en plenitud. Pero
ambas conocían el juego, y su hija se aplicó en el intento
de persuasión a sabiendas de que ése era el único
camino posible.
–Pero, mamá, contaba ya contigo –insistió Gloria-. Es
que, además, si tú no quieres ir, no tengo más remedio
que salirme ya del trabajo para llegar a tiempo, y me
viene fatal…
A Carmen no le pasó desapercibido el evidente chantaje
de las palabras de su hija. Pero ya estaba acostumbrada y
se dispuso a devolverle una cucharadita colmada de la
misma medicina.
–Pero, hija, si le llevo todos los días al colegio… No,
que de verdad que ahora no puedo. Es que estoy con
Julia y no puede quedarse sola.
–Hay que ver, mamá. No sé qué te pasa de un
tiempo a esta parte. Dejas solo a papá en casa y
siempre tienes alguna excusa para no ir a por el niño.Te
estás apoltronando.Te lo digo de verdad. Ir a recoger al
niño te vendría incluso bien.Así te das un paseo.Ya
sabes lo bueno que es el ejercicio para las personas de
tu edad.
–Sí, hija, sí. Si tienes razón, que hay que moverse y que
hacer ejercicio es muy bueno. Pero… no sé, yo creo
que no estoy ya para esos trotes.
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