Revista Pliegos de Rebotica - Nº 126 julio/septiembre 2016 - page 6

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Pliegos de Rebotica
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stoy casi segura de que una improbable
estadística acerca del porcentaje de
humanos que desearían ordenar
definitivamente su vida –amorosa,
laboral, material, espiritual– arrojaría
una cifra espectacular. ¿Quién no precisa
planificar el futuro inmediato y lejano, organizar
los papeles que invaden nuestro espacio vital y
que parece que se reproducen a nuestras
espaldas, devolver un regalo absurdo o coser un
botón caído el otoño pasado?
Siempre hay un libro que escribir, un kilo que
perder, un cigarro que apagar para siempre, un
idioma que perfeccionar, una película que volver a
ver, un beso que entregar, un rencor que
desmantelar, una ofensa que condonar o por la
que pedir perdón.
Para intentar conseguir esos espinosos logros se
han inventado las agendas. En papel, en teléfono
móvil, en el ordenador, electrónicas o
amanuenses, las agendas son un instrumento
proteiforme que, como los genios de las lámparas
prometen deseos más allá de lo aparentemente
viable.
A menudo todos aquellos que anhelamos cumplir
nuestros objetivos temporales usamos la agenda.
Su amable cercanía, su dócil abandono, nos
confiere seguridad, certeza, confianza. Sólo hay
que pronunciar las palabras mágicas -espera que
mire la agenda- y todo parece factible.
La realidad es otra, sin embargo. Pasan las horas,
los días, las semanas, y la
agenda sigue llena, cada
vez más llena, gruesa
como un obeso de enteca
voluntad.
Por eso, ante tanta
contumacia en lo
inconcluso, me pregunto, si
no será que eso es la vida.
Existir en un perpetuo
movimiento creativo,
haciendo planes, sin acabar del todo
con nada: disfrutando del paisaje en el perenne
aunque caduco viaje de la existencia,
complaciéndose en las caricias sin prisa por
agotar el deseo, paladeando el manjar sin
extinguir el hambre, jugando sin acabar nunca la
partida.
Y llego a pensar que rebasar todas la metas,
cumplir todos los destinos, superar todos los
grados, puede que sea, incluso, malo.
De hecho, existe un refrán popular que dice: nido
hecho, muerto el pájaro. Clara metáfora de
aquellos que al jubilarse, se deprimen. De estos
que esperando a pagar la hipoteca para viajar o
divorciarse, pierden el interés por los viajes o las
amantes. De esos que apuestan cuando el juego se
ha acabado y no hay nada que perder, ni que ganar.
Pero por encima de estos motivos agoreros yo
creo que consumar todas las aspiraciones, tachar
todas las tareas, puede llegar a ser perverso,
porque la ilusión, la esperanza, la incertidumbre
sonriente, desaparecerían. Me atrevo a decir que
tener todo en orden es el camino para crearse
una reputación insípida y gris.
Más si quieren llevarme la contraria y afirmar que
alcanzar todos los empeños no es excesivo,
reconozcan conmigo que por lo menos es
insolidario. Es como ser el esquirol de la huelga
de los trabajadores de los asuntos pendientes.
O también puede ser que yo nunca haya
conseguido acabar del todo con nada, y tenga
miedo de que mi corazón se llene de
envidia y torticeros instintos hacia los que
disfrutan del viaje, y además, saben llegan
al destino oportunamente.
O dicho de otro modo,
emulando la fábula de las
uvas y el zorro: “es que
están verdes”.
¿No creen?
Pues eso.
Aurora Guerra
Acabar del todo
con nada
El éxito es un camino, no un destino.
Ben Sweetland
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