Revista Pliegos de Rebotica - Nº 126 julio/septiembre 2016 - page 15

Pliegos de Rebotica
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oy, en contra de su costumbre, los
quehaceres hogareños habían retrasado a
Carmen en exceso. La rutina, que nunca
aceptó de buen grado, incluía también para
ella el trasfondo de las obligaciones
soterradas que ejercían como un mandato en el
colectivo femenino. Recoger los cacharros de la comida,
dejar encaminada la cena y alguna llamada imprevista
distrajeron unos minutos su programación vespertina,
esa nueva organización con la que había trastocado por
completo su vida. El adiós atropellado a un marido que
todavía repartía la concentración entre el periódico y
una profunda meditación sobre las propiedades
intrínsecas de los posos del café, completaban el preludio
simuladamente tranquilo de sus próximas horas.
La energía que rebosaba por cada uno de los poros de
su piel convertía los cinco minutos de paseo entre su
casa y el gimnasio en un adelanto premonitorio de sus
mejores sensaciones. El tráfico apenas llegaba a ser un
mínimo zumbido que alcanzaba sus oídos sin
inquietarlos; el peso de la mochila se transformaba en
un acompañamiento liviano y perfectamente medido.
El guirigay del vestuario contribuía siempre a elevar su
motivación. Frases aparentemente inconexas se
mezclaban en decenas de conversaciones de las muchas
y variopintas mujeres, y casi llenaban un espacio que,
apenas media hora antes, bien podría haberse confundido
con el remanso cálido y acogedor del velador de
cualquier convento de clausura. Colores glamurosos y
mallas de insospechadas estrecheces se incorporaban a
estos encuentros aplicando un punto de juventud al
elevado sumatorio de los años del conjunto.
Vamos, chicas, que llegamos tarde, espetaba al aire de
cuando en cuando alguna improvisada lideresa.Y así,
sin más encomienda que la adrenalina
corriendo desbocada por la sangre, la fila se
disponía a tomar la salida del vestuario
femenino para dejarse engullir por la concurrida
escalera que llevaba a todos, hombres y mujeres,
castillos fortificados y hadas madrinas, a las salas
especialmente acondicionadas del gimnasio del
piso superior.
La casualidad la emparejó con un
mozarrón de poco más de veinte años
y los hombros anchos tal que armario
ropero de tres puertas. La abultada
musculatura de sus antebrazos
delataba una
trayectoria acostumbrada a moldear el aburrimiento de
las máquinas con una voluntad irreductible. No era
envidia exactamente la sensación que tenía Carmen, no
tendría sentido por otra parte, pero la decisión con que
aquel, apenas, muchacho se apresuraba a subir de dos en
dos los escalones que conducían a ambos a la sala de
máquinas apuntalaba aún más su propia motivación.Y no
dejaba de agradecerlo, porque pasada esa primera
concurrencia en el inicio de la escalera, la velocidad
supersónica de las piernas del zagal dejó en una
retaguardia explícita el proseguir cuidadoso de las suyas.
Era una ley natural, y así lo aceptaba.
El carrusel multicolor de impacientes figuras se acoplaba
hasta formar una hilera al ritmo que admitía el
ordenador que controlaba las clases, a decir verdad, una
máquina un tanto sobrepasada ya por tanta solicitud.
Fichar aquí para entrar en la clase de las 5; reservar allá
para encontrarse con plaza en la de las 6. Hasta ahí nada
era relevante. Para la mayoría, pura rutina; para los
menos avezados, un feliz descubrimiento.
La clase de
spinning
se las traía. No era raro que el paso
de las manecillas del reloj le pareciera a Carmen más el
caminar de una tortuga somnolienta que el testigo fiel de
lo que tantos calificaban como el galopante paso del
tiempo. Había aprendido a reconocer en los primeros
minutos las señales inequívocas de la disposición
corporal del día y, obligada te veas, actuar en
consecuencia. Sabía que dejar aparcados los ímpetus que
generaba la primera secreción de adrenalina y comenzar
poco a poco era su mejor receta, pero la cercanía de
tanta juventud terminaba por contaminar de entusiasmo,
casi siempre injustificado a la luz de los resultados, a su
propio ritmo.Aún así resistía siempre. Dejar pasar una
orden por aquí y escaquearse de algunas pedaladas por
allá terminaba por resolver sus problemas puntuales de
resuello.Todo sea por llegar al final, no vayan a pensar las
niñatas que esta abuela se rinde antes que ellas, se
justificaba a sí misma sin el menor remordimiento.
Como era habitual, el ansiado final de los tres
cuartos de hora de clase se cumplía con la
satisfacción de unos y la enésima repetición de
las letanías de otros. Unos minutos de cortesía
para cambiar de sala, aspirar a ese chorrito
de gasolina en forma de agua que manaban
de las fuentes e intercambiar, cómo no, algún
comentario ocurrente con las compañeras. El
oxígeno remanente en los cerebros
alcanzaba todavía para una chanza más
y unos suspiros menos. Que sí no
El discreto encanto
de la XXXI Olimpiada
Mª Ángeles Jiménez
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