N
N
o es encomiable, ni vergonzoso, ni
siquiera excepcional, que de tanto en
tanto nos invada el deseo de lijar la
propia conciencia, sea atroz o bendita,
desvelando fragmentos del pasado de
los que sólo uno mismo sabe que sucedieron de
manera diferente a como la mayoría cree. En
ocasiones como ésta se trata de reivindicar historias
inauditas o heterodoxas brotadas de vidas
calladamente heroicas. Deudas morales que, de no
ser esclarecidas por quienes tuvieron la fortuna de
conocerlas bien, desaparecerían por culpa de la
desidia en el sumidero de la eternidad.
Hace más de un siglo las tropas de Estados Unidos
barrieron de Cuba a un inoperante ejército español.
Durante el envite final de aquella masacre, un obús
del cuarenta y dos se llevó por delante a mi tío
bisabuelo Serafín, que tenía un sinnúmero de lugares
mejores donde estar que como cabo furriel y a
trabucazo limpio en un batallón de suicidas bajo las
órdenes de capitanes ineptos, de milicianos
románticos adheridos al último escalón del imperio
colonial de ultramar.
El tío había emigrado a Cuba muy joven y
prosperado con rapidez gracias a la elaboración de
aguardientes a partir de caña de azúcar. Llegada la
más que tardía hora que consideró oportuna, decidió
casarse en España y con una española.Así lo hizo, en
una de sus visitas, con una huertana trigueña, de lo
mejorcito de La Plana y catorce años menor que él.
Mi tía bisabuela Margot.
El nuevo matrimonio regresó a Cuba y su llegada
coincidió con el hundimiento del acorazado Maine, la
inmediata intromisión de los Estados Unidos en la
guerra hispano-cubana y el comienzo del desastre
final para los españoles, que cayeron como un higo
maduro en el abismo de la derrota. Mi tío, que en el
fondo era un idealista irrecuperable, en un arrebato
patriótico dejó escondida a su mujer para unirse a
las tropas del general Blanco.Y pasó lo antedicho, es
decir, lo del obús.
Al morir dejó, glorias aparte, una pequeña fortuna en
oro, una villa en Trinidad y su casa colonial de La
HabanaVieja, con la mayor destilería del Caribe en la
trasera.También, por supuesto, dejó viuda a la pobre
tía Margot, con veinte abriles recién estrenados y sin
entender nada de lo que le estaba sucediendo.
Firmada la paz y entregada la isla a los Estados
Unidos, la tía pudo regresar a La Habana. Dio el oro
por perdido pero pudo recuperar la mansión y, poco
a poco y con esfuerzo, reconstruir la fábrica de
aguardientes. Ocupó la vivienda durante las seis
décadas siguientes —con escasos viajes a España—,
siempre bajo sucesivos gobiernos cubanos
manejados desde los Estados Unidos.
A finales de 1958 triunfó la revolución y los rebeldes
castristas avanzaron desde Santiago. Los soldados
gubernamentales en retirada saquearon La Habana
dejándola como un bebedero de patos. La noche de
fin de año y en medio de una monumental confusión,
varias explosiones encadenadas y el inmediato
incendio liquidaron en minutos el inmueble que
albergaba la destilería y la casa en la que, según todos
los indicios, había quedado encerrada la tía. El triste
final se comunicó oficialmente a su familia, en la que
yo entonces figuraba como proyecto de hombre.
Por una carambola sobre la que no viene al caso
extenderse, años después tuve el privilegio de
conocer la realidad al encontrar una carta en la
casa de mis abuelos, ya fallecidos; una carta de
varios pliegos que decidí —por resortes intuitivos
de la cautela— guardar para mí. Estaba en el doble
fondo de una escribanía descalabrada, entre
reliquias de escritura y legajos de papeluchos
polvorientos y caducos. La rescaté. Leí los pliegos
de corrido, sin apenas respirar.Al instante me sentí
como si hubiera profanado el lienzo de Turín. Mi tía
bisabuela Margot los había escrito de su puño y
letra y remitido a su sobrina mayor, mi abuela, que,
obviamente —supuse que por los mismos motivos
que yo—, los había ocultado al resto de familiares.
Estaban fechados en Trinidad de Cuba, el 25 de
febrero de 1966. Ocho años después de su
supuesta desaparición.
Rafael Borrás
Una deuda moral
PREMIOS AEFLA 2015
8
●
Pliegos de Rebotica
´2016
●