Revista Farmacéuticos - Nº 125 - Abril-Junio 2016 - page 24

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e había enamorado de Lucía. Ella de
mí no. Aunque lo más duro era que
no se cortaba un pelo en
demostrármelo. Nada excepcional,
a menudo los amores no
correspondidos de un muchacho de veintipocos
años, corazón tierno y físico mediocre pueden
llenar una agenda.
Aquel mediodía me entretuve en la puerta de la
facultad charlando con Santiago. Lucía caminaba
presurosa, las carpetas contra el pecho, cuando
pasó junto a nosotros sin siquiera mirarnos.
Directa hacia la calle. Observé al sujeto de
movimientos inconexos y desabridos que la
esperaba paseando por la acera. Ella se le acercó
en actitud de reverencial admiración, humilde,
como si temiera un reproche por llegar tarde. El
hombre la recibió con un apretado beso en la
boca, le pasó el brazo por el hombro y se
marcharon. Entonces lo recordé. La melena, el
aspecto huraño y su figura enflaquecida seguían
igual.
Un escalofrío me recorrió la espalda y un mal
presagio abonó la sombra del recelo por lo que
pudiera suceder. Sin embargo no reaccioné. ¿Por
qué? Hoy aún no sabría explicarlo. Tal vez opté
por escudarme en la duda: que hubiera ocurrido
antes no significaba que se repitiera siempre. O
quizá, más probable, me mantuvo sujeto al
silencio ese infantil resentimiento del admirador
despechado. Con todo, no supe camuflar cierta
zozobra y Santiago me propinó un leve pescozón
en el hombro.
—¿Te pasa algo?
—No, qué va… ¿Le
conoces? —dirigí el
mentón hacia la pareja
que se alejaba.
—No. Solo sé que
desde hace una semana
espera a Lucía —
respondió—. Tal vez la
marisabidilla ha
pescado por fin un novio que la aguante —me
informó socarrón—.Y encendió un pitillo
mientras seguía hablándome de la incompetencia
del nuevo catedrático de Derecho Penal.
El comentario no me hizo ninguna gracia. El
hombre era el mismo, sin duda, el tiempo parecía
haber resbalado sobre él. No había cambiado
nada desde que cuatro años atrás le vi abrazar a
Irene. Irene, la chica que motivó mis primeros
celos.
La conocí en una cuchillería del barrio antiguo.
Fui a comprar por encargo de mi madre tijeras
para pescado en una tienda especializada. Irene
era la dependienta. Alta y sólida, ni guapa ni fea,
pongamos que resultona y, sobre todo, lo
bastante dotada de atributos como para hacerle
perder el sueño a un jovenzuelo la misma noche
del día en que le habló por primera vez. Encima
poseía una voz calmosa y melódica. Pronto le
hice entender a mi madre, armario por armario
de la cocina, nuestras evidentes carencias en
cuchillos, sacacorchos, raspadores, pinzas,
rompenueces… Le compré a Irene medio
stock
,
recopilé en su honor chistes y ocurrencias y por
fin una tarde la invité cuando acabara su jornada.
Me aceptó una invitación, y luego bastantes más.
De acuerdo con mi predisposición natural, me
enamoré hasta el blando del hueso, sin reservas,
el ánimo hinchado a reventar. A ella creo que yo
le gustaba, no más. Camino de su casa me detenía
en parajes oscuros para cubrirla con desmañadas
caricias. Irene se dejaba toquetear
mientras mis hormonas ardían.
Emborrachado de pasión,
enseguida se
convirtió en foco
de mis afanes y
causa de hondas
tristezas en su
ausencia.
Al regreso de las
vacaciones de
Pascua fui a
buscarla. Le relaté
Rafael Borrás
24
Pliegos de Rebotica
´2016
Lucía
y el otro
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