no se asustó. Que los adultos confiaran en él no
era un hecho excepcional.Y menos en aquel
ambiente de caballos donde todos, corceles y
niños, desarrollaban al tiempo las dentaduras.
Desde que tenía memoria, el chocar de los
cascos y el olor característico del pelaje de estos
animales formaban parte de su universo. Sabía
muy bien que poner una cabezada era cosa de
maña y no de fuerza, que esos animales harían lo
imposible por no pisarle y que eran seres
inteligentes y sensibles, dispuestos a aceptar de
buen grado las caricias, especialmente las de los
niños como él. Seguro de sí mismo, decidió
aprovisionarse con unos cuantos puñados de
hierba mientras echaba mano de su reserva de
azucarillos. Un truco que resultaba infalible con
aquellos pura sangre.
–Antonio, te dejo aquí, cuidando del camión. Si
por casualidad para la Guardia Civil les explicas
lo que ha pasado y que nos hemos ido a buscar
ayuda. Que nadie toque nada. Tú no te
preocupes, que yo estaré cerca y te estaré
viendo.
Aunque la intención era buena, las últimas
palabras de Antolín antes de alejarse con los tres
caballos no transmitieron al niño excesiva
tranquilidad. A medida que las grupas de los
animales se iban perdiendo en la inclinación del
prado se agrandaba más y más su sensación de
soledad. La muda expresividad de la naturaleza,
lejos de ampararle en el anonimato, contribuyó a
aumentar de hecho el vacío alrededor. Decidió
concentrarse en alguna tarea y no pensar.
Comprobó que los cerrojos ajustaban bien el
bloqueo del portón y volvió a trepar a la cabina
dispuesto a esperar.
Las horas transcurrieron con una lentitud que a
su impaciencia infantil se le antojó plomiza. Las
ondulaciones de los valles donostiarras y los
puntuales destellos blanquecinos de los
escasos caseríos seguían sin conseguir
despertar aquella tarde sus emociones. Parecía
evidente además que a
nadie le importaba su
caso. Eran muy pocos los
vehículos que circulaban
por aquella carretera y
ninguno se detenía a
preguntar qué pasaba.
Aburrido de dar vueltas a
las canicas y mareados del
todo los cromos, la
punzada del
hambre avivó su
mente y la
llevó a
concentrarse en el olfato. Una vez localizado el
macuto, un discreto pero atractivo olor a chorizo
traspasaba sin dificultad el papel de periódico y
delataba sin equívocos el relleno de los
bocadillos. Se prometió a sí mismo que masticaría
despacio para largar lo más posible el único
acontecimiento gratificante de aquella espera.
La sensación de estómago lleno consiguió
distraer su percepción de soledad por un rato,
pero seguía pasando el tiempo y nada cambiaba.
Él, el camión maltrecho, la naturaleza exuberante
y una quietud solemne alrededor. Se dejó llevar
por una cierta de nostalgia. Si pudiera contarles a
sus amigos lo que estaba pasando esa tarde, si
supieran que le habían dejado al cargo del
camión, si les pudiera decirles que…
cada vez
íbamos más deprisa, había un precipicio enorme a
un lado de la carretera, los caballos relinchando,…
Bueno, bueno, qué miedo pasamos. Al final, mi padre
se pudo hacer con el camión cuando ya estábamos
al borde del abismo. ¡Vaya susto, chicos! ¡Un poco
más y la palmamos!...
…Aquella tarde fue el sonido metálico de la
puerta al abrirse y la voz recuperada de su padre
lo que despejó de un plumazo su desbocada
ensoñación. Hoy, cuarenta años después, el
repaso nítidamente vivo de aquellas horas le
había ayudado a centrar las ideas y perfilar la
decisión definitiva. Se acercó a la mesa, tomó el
teléfono móvil y dejó que su dedo se deslizara
con la habilidad acostumbrada por la pantalla. Al
otro lado, la respuesta acudió solícita y obediente
a la jerarquía. Él no necesitaba identificarse, por
algo era el jefe.
–Procede.Yo te respaldo. Pase lo que
pase, lo haremos.
Y colgó.
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(Para Antonio, mi amigo; Fidel, su padre;
Antolín, el mío. Los tres protagonistas reales
de esta historia auténticamente excepcional)
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Pliegos de Rebotica
´2016
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