E
E
l ruido de las conversaciones se fue
apagando a medida que los reunidos
iban encaminándose hacia sus puestos.
El silencio volvía a dominar en el
equilibrado refugio que constituía el
despacho. Dejó que sus manos, tanto rato
contenidas, dejaran atrás la tensión. Trataba de
recomponer las claves de aquella mañana
desquiciante.
Desquiciante para cualquiera, pero no para él.
Despacio, como reclamando para sus piernas la
energía justa que permitiera a su cerebro seguir
en activación total, se acercó al ventanal que
tanto le atraía. Reescribía así, con calma, el ritual
inconsciente de pasos cortos, respiraciones
sobrias y miradas perdidas. Sus retinas se
reencontraron con esa familiar panorámica de la
ciudad. Hacía tiempo que esa maniobra era la
forma de conectar con el discreto pero
infinitamente poderoso yo que había construido
a fuerza de aprender a decidir, para terminar
siempre en un errar o acertar.Volvía el niño.
Volvían sus diez años. Se apoderaba de él ese
infante que, armado apenas con calcetines largos
y pantalones cortos, confundía la novedad con la
ilusión y el asombro con las dudas. Retornaba a
la tarde aquella donde las circunstancias acabaron
con una parte de su niñez y comenzaron a
rebelar al humano reflexivo en que al final se
había transformado…
…Discurría el viaje tras
el complejo quehacer de
embarcar todo lo
necesario para el verano en un
cascado camión Hotchkiss, que
ya para el arranque de los
sesenta mostraba una
longevidad mal llevada.
La caja posterior de la
antigualla cobijaba esta
vez, como casi siempre,
tres caballos, un par de
arcones repletos de
correajes, cabezadas y
monturas, y, ocupando los escasos rincones, los
sacos de pienso y los equipajes de los pasajeros.
El hermetismo con que las paredes de madera
guardaban tan preciado bagaje se acentuaba con
la pintura verde ciprés que cubría el exterior de
aquel trasto ambulante y que poco podía hacer
para disimular su senectud.
La satisfacción con los resultados de las carreras
del invierno anticipaba una buena temporada en
Lasarte. “Caprichos”, aunque recién salida de una
ligera lesión, estaba muy fuerte, “Alfidir” resultaba
siempre un tremendo competidor y el potro
igual les daba alguna sorpresa. Era patente el
amigable ambiente de la cabina; el rescoldo de los
cinco ganadores y seis colocados de los últimos
meses alimentaba la fluidez de la conversación
entre el chofer y el jefe de la cuadra. Ambos
estaban acostumbrados a hacer cientos de
kilómetros sobrepasando con la voz el ruido
ensordecedor de un motor excesivamente
solicitado. Aun así, el fino oído de Fidel recogía
como en un filtro las cadencias rítmicas de los
cilindros y las señales multicanal permitían a
Antolín detectar cualquier cambio en el bienestar
de los caballos.
Las últimas anécdotas del hipódromo se
descolgaban desde la memoria de ambos
mientras la mirada del niño que les acompañaba
se deslizaba a lo largo de
los interminables
hayedos. La carretera, la
vía que mejor
comunicaba España con
Francia, pasaba ya por el
País Vasco. La ruta era
apenas una mancha
estrecha y de horizonte
limitado, que
serpenteaba entre curvas,
baches y algunas, escasas,
reparaciones. La subida
del puerto de Echegárate
había sido, como siempre,
un renqueante sufrimiento,
Mª Angeles Jiménez González
Aquella tarde
de junio
18
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Pliegos de Rebotica
´2016
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