Revista Farmacéuticos - Nº 125 - Abril-Junio 2016 - page 19

que bien justificaba el tener a mano una piedra
del tamaño suficiente como para calzar y
soportar el peso muerto del camión en caso de
dificultad. La bajada, aunque ayudada por la
retención del motor, había transpirado a retazos
un peligro oscuro y malhadado. La llegada al valle
consiguió enganchar por fin todas las mentes a la
conversación. Pero esta vez por poco tiempo.
Fue la agilidad visual del niño la que le permitió
descubrir el deslizar ventajista de un objeto que
incompresiblemente les iba tomando la delantera.
El asombro y la timidez demoraron algún
segundo la sincronía entre la expresividad infantil
y el dedo indicador.
–¡Una rueda…! Que es una rueda. ¡Miradla! ¡Eh,
mirad! ¡Ahí, ahí,..!
Y lo era. Un relámpago de lucidez engarzado con
grandes dosis de miedo recorrió las curtidas
espaldas de los adultos mientras el neumático
seguía su camino, como si alguna providencia le
hubiera encargado en exclusiva que indicara la
ruta. La pericia y la sangre fría del conductor, a
partes iguales y amparadas por la nula fiabilidad
que siempre le sugería esa máquina, fueron
definitivas para mantener el equilibrio del camión
mientras conseguía pararlo. Las miradas de
tensión contenida que intercambiaron los tres
ejercieron de conciliábulo, un impass mudo pero
muy revelador.
Las dos puertas de
la cabina se abrieron
al tiempo y,
sobreponiéndose a
la inclinación del
camión, todos
descendieron
apresuradamente. La
inclinación del camión
adelantaba claramente lo
ocurrido. Pero para cuando los
mayores comprobaron desolados que,
efectivamente, el palier que debía soportar la
rueda derecha se había partido, el zagal estaba a
más de cincuenta metros, asegurándose de que el
fantasma rodante que les había adelantado
descansaba ya en mitad de un zarzal.
–¡Papá! ¡Papá! Mira, la tengo aquí. Mira, está aquí
la rueda –la voz de Antonio indicando su
ubicación tuvo la virtud de sorprender por
segunda vez a los adultos.
Pero recuperar el neumático era el menor de sus
problemas. Las prioridades evidentes eran sacar
los caballos cuanto antes y buscar ayuda.Y la
situación del vehículo no iba a ponerlo fácil
precisamente. Completamente escorado sobre el
escaso arcén, el desnivel que causaba la carretera
hacía más peligroso su desequilibrio.
–¡Antonio, ven! Ven, hijo, que tienes que
ayudarnos.
La serenidad que desprendía la voz de Fidel no
consiguió engañar al niño.Ya tenía suficiente
evidencias como para saber que las próximas
horas no serían fáciles, tampoco para él. En
pocos minutos cada cual encajó sus habilidades
en los entresijos funcionales del plan. Fidel
emprendió a pie la vuelta a San Sebastián,
confiando en que algún compañero de ruta le
transportara hasta algún taller que estuviera
dispuesto a ayudarles. Mientras tanto, Antolín se
dispuso a desarmar la rampa de la parte
posterior del camión para poder liberar a sus
nerviosos y desconfiados moradores de una
trampa muy peligrosa para su integridad física.
–A ver, Antonio, voy a ir bajando uno a uno los
caballos y tú los sujetas de la cadena. ¿Vas a ser
capaz de hacerlo? Ten cuidado. A ver si se te va
escapar alguno.
Al asentir, el niño se hizo plenamente consciente
de la responsabilidad que se le venía encima, pero
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