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ngüentos, mudas, unturas, bálsamos, aceites,
bizmas, hilas, aguas, licores, emplastos,
melecinas, estopas, cocimientos, lenitivos,
pomos, redomas, alcuzas, azófar, menjurjes,
vinagrillos, purgantes,… nos dan idea de la
cultura boticaria de Cervantes, cultura propiciada por
ser hijo de cirujano sangrador (en 1585, a la muerte de
su padre, hereda la biblioteca de éste y no es
aventurado pensar que en ella hubiera títulos médicos,
dada su profesión) y por su insaciable sed de saber:
Yo
soy aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las
calles
, llega a decir. Su erudición es enorme, a pesar de
su falta de formación reglada. Si a ello se suma una muy
superior capacidad de imaginar y de captar la realidad
“
veía todo y todo oía
”, nos situaremos ante el hombre
que mejor ha sabido atrapar la vida entre las páginas de
un libro.
¿Cómo, pues, van a quedar al margen de su obra la
salud, la medicina y la botica? Porque, en efecto,
Cervantes sabía mucho de Medicina para los
conocimientos de su época.
¿Desconocería, según esto, el que ya
entonces era famosísimo Aceite de
Aparicio? Imposible y así se deduce de
la frase que encabeza este artículo
homenaje.
Aceite de Aparicio, Santo aceite de los
vizcaínos, Bálsamo bendito, Bálsamo de
España, Oleum magistrale, en
denominación latina oficinal; nombres
todos que quieren indicar su autor, su
origen y sus efectos.
De ellos nos dice el eminente
médico renacentista Andrés Laguna
(que también cita Cervantes en la
primera parte del Quijote)
<<que es un aceite admirable
para soldar las heridas frescas y rectificar aquellas de
la cabeza y guardarlas de corrupción. Demás desto
tiene gran facultad de confortar los nervios
debilitados>>.
Pero antes de conocer al aceite conozcamos a su autor,
Aparicio de Zubia:
Había nacido en Lequeitio y era una especie de
curandero, un práctico, un empírico, ni médico, ni
boticario, ni cirujano menor, pero autorizado por el
monarca, según costumbre de los reyes europeos de la
época, a preparar medicamentos de contrastado valor
terapéutico y que llegaron a aceptarse oficialmente.
Residente en Granada,Aparicio de Zubia consiguió
elaborar una preparación que curaba cualquier tipo de
lesión y llevó a cabo una cura en el Hospital de San
Juan de Dios que le hizo famoso: un hombre había
sido herido por un arma cortante y no había forma de
detener la hemorragia por lo que los doctores
perdieron toda esperanza de salvarlo; no así Aparicio
que trató al enfermo con su aceite y lo curó “en
cuatro días”, por lo que lo milagroso de sus efectos
corrió como la pólvora por toda la provincia
granadina, dando lugar al dicho: <<
el Aceite de Aparicio
no es santo, pero hace milagros
>>.
Los médicos rechazaron la popularidad alcanzada por
Aparicio, ya que no tenía licencia para curar (no se la
había otorgado el monarca) y lo consideraban un
intruso, hasta que Carlos I emitió un decreto el 27 de
julio de 1552 por el que a “Aparicio de Zubia le estaba
permitido curar con dicho aceite a
todas las personas que desearan curar
con él cualquier lesión o enfermedad”.
Aparicio tomó parte en las campañas de
Flandes como un simple soldado a las
órdenes de Luis Carvajal y practicó un
sin fin de curas en el Real Hospital de
San Quintín y “en heridas de arcabuz y
pólvora, ninguno de sus pacientes
murió”; pero no recibió ninguna
compensación por ello, ni siquiera
comida. Mientras tanto, su esposa
continuaba usando el aceite en
Granada hasta que, a la vuelta de
Flandes, fue el mismo Aparicio el
que continuó haciendo numerosas
curas.
Ángel del Valle Nieto
Un medicamento
para un Centenario
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Pliegos de Rebotica
´2015
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<<Quedó don Quijote acribado el rostro
y no muy sanas las narices, […]. Hicieron
traer aceite de Aparicio y la misma
Altisidora con sus blanquísimas manos le
puso unas vendas por todo lo herido>>.
Don Quijote de la Mancha. Segunda
parte, cap. XLVI