Revista Farmacéuticos - Nº 122 - Julio-Septiembre 2015 - page 23

Sonó el timbre de la puerta. Al abrir encontré
frente a mí a un anciano de tez pálida, bajito, y
manos huesudas, que me saludó con cierta
familiaridad. Una vez cumplidos los
ceremoniales de bienvenida, pasó a ver el
albarelo, y por el entusiasmo que mostró, creo
que quedó satisfecho con el resultado
obtenido. Abrió una amplia cartera de mano, y
depósito un fajo de billetes de 50 euros encima
de la mesa, la mitad de mis honorarios,
invitándome a revisar si el importe era
correcto.
Y estaba en plena revisión cuando recibí un
golpe en la cabeza, perdiendo el conocimiento
durante un tiempo indeterminado.
Desperté. Estaba sentado en una silla, atado, y
amordazado. El frágil anciano había cambiado.
Llevaba una túnica azul (¿igual que el color del
albarelo?), y gesticulaba ágilmente con sus
manos en el aire canturreando algo en una
lengua olvidada. La silla estaba en mitad de la
sala de trabajo. O los restos de la silla, ya que
notaba que había roto parte del asiento. Había
retirado mi mesa de trabajo y había pintado
con tiza un extraño dibujo en el suelo, parecido
a un hexágono, con un círculo en el medio. Me
recordó la forma del benceno. Pero relleno de
extraños símbolo.
-“Ah¡, se ha despertado. Lo siento. Hubiera sido
más sencillo que no viese nada de esto. Pero
no tiene importancia. La cadena debe continuar.
La cadena que empezó en el antiguo Egipto, y
permite este humilde sacerdote del gran dios
Seth mantener su existencia a través de los
siglos. El vaso canopo en el que empecé
recogiendo la grasa de esclavos se rompió hace
décadas y a partir de entonces tuve que
guardar la grasa cada ofrenda en este tarro.”
No entendí nada de lo que decía. Intenté
forcejear con las cuerdas, romper las ligaduras
de manos, pies y cintura, pero fue imposible.
Me tiré con la silla al suelo, pero lo único que
conseguí fue un segundo golpe en mi maltrecha
cabeza.
Segundo despertar. Posición inicial, sentado en
mitad del benceno. Pero algo ha cambiado.
Huele a incienso. No. Algo va mal. No puedo
moverme de cuello para abajo. Además estoy
desnudo en la silla.Veo un pequeño lunar rojo
en mi pierna derecha. Me debe haber inyectado
algo. El anciano sigue a lo suyo. Se da la vuelta.
Sus ojos se clavan en los míos.
“Es usted insistente.Ya está todo preparado. La
verdad es que no hay que hacer el ritual más
que una o dos veces cada siglo.Y con ello
recobro fuerzas para continuar hasta que el
siguiente….. voluntario, acepta ocupar el
puesto de su predecesor en el bote.Y usted es
el voluntario.”
Cogió el albarelo. Lo situó debajo de la silla.
Justo debajo del agujero que había realizado en
la silla. Se puso la capucha de la túnica. Sus ojos
relucían bajo ella. Ojos de color azul cobalto
similares a luces de neón.Y volvió a inocularme
algo. Cánticos. Olor a hierbas. Danzas
prohibidas. Empecé a sudar copiosamente.Y
comencé a relucir. ¿Brillaba? Mi luz empezó a
ser atraída por esos ojos de neón. Seguía
sudando. Miré mi cuerpo. No sudaba. Mi
cuerpo se descomponía en luz, que absorbían
los ojos de aquél sacerdote del poderoso Seth,
y grasa, que iba resbalando y caía en el albarelo.
Con mi último pensamiento imaginé como
sería el próximo voluntario que abriese el
albarelo en los próximos cien años.
Un joven fornido y musculoso, de tez pálida,
cerró el bote con la tapa, un bote nuevo,
reluciente, lleno hasta los bordes, lo metió en
su maletín, y con gran sigilo salió de la
habitación.
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