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a subida hasta allí no era ciertamente cómoda.
Resbaladiza, sombría, exigente, serpenteaba por
parajes deshabitados pero no inhóspitos en su
aparente soledad. Los prados se extendían en
sinfín amparándose entre montes de mediana
alzada y valles sumergidos en el sobrio deslizar de las
pendientes. La naturaleza era rica y escogida. Robles y
hayas acicalaban con una diversidad de colores el paisa-
je cubierto de una vegetación exuberante, casi lujuriosa
y siempre mullida y acogedora.Aquí y allá frondosas ar-
boledas protegían de miradas extrañas a sus variopintos
habitantes.
Pero nada de eso era relevante. Ella había crecido allí, y
la cristalina quietud de los días apacibles o la aceleración
de los ventosos, ribeteados tantas veces por una fina llu-
via, ni la impresionaban ni la detenían. Lo que resultaba
auténticamente complicado era evanescerse del control
de padre y madre. Sabía que el finísimo y tenaz ojo de
madre se mantenía siempre al acecho. De ahí que es-
conder lo que se traía entre manos era todo un reto
aunque lo estaba consiguiendo. El discreto deslizarse de
la reunión familiar se apoyaba en una deliberada falta de
notoriedad que desde hace tiempo sabía rentable.
El suave final del desnivel al que le había conducido un
sendero bronco y serpenteante, oculto ya entre salvias
y romeros, se adivinaba ya a una escasa decena de me-
tros. Mientras dejaba que su respiración se recobrase
del esfuerzo echó un discreto vistazo a su alrededor.
Ninguna presencia insidiosa parecía contemplarla, ningún
sonido sospechoso llegaba hasta sus oídos con capaci-
dad suficiente como para alarmar su vigilancia. Conocía
bien la entrada.Tomando las precauciones necesarias pa-
ra no sufrir las incómodas secuelas de alguna insidiosa
picadura, echó a un lado los arbustos intentando no des-
estructurar la aparente informalidad que guardaban. Una
vez dentro del pasadizo que iniciaba la cueva y adapta-
da ya a la oscuridad, se dejó guiar por la luminosidad la-
tente del último rescoldo que aún pervivía. Ahí estaban
las antorchas y el resto de su material. Resistente a la
humedad y casi habitante ya de la cueva, era especial-
mente importante que la madera que había ido reco-
giendo y trayendo con discre-
ción se mantuviera seca y a una
distancia prudencial del fuego.
El proceso de encender la pri-
mera luminaria necesitaba pa-
ciencia.Y mucha habilidad y des-
treza el conseguir caminar con
ella encendida mientras acarre-
aba unas cuantas más a través de los sinuosos y resba-
ladizos recovecos de aquel lugar inquietante. Desniveles
peligrosos y decenas de estalactitas multiplicaban los
obstáculos y dificultaban la marcha. Conocía las razones
del abandono de aquella caverna. Extrañas historias de
imágenes aparecidas y siniestros oficios ejercidos allí mis-
mo habían recorrido el valle haciendo del recuerdo de
ese lugar una nebulosa que algunos calificaban de hechi-
zo. Poco de ello le importaba; de los dioses se sabía pro-
tegida, de los hombres ya se guardaba ella con una bien
calculada distancia. Su auténtico interés iba más allá. El
desafío que la había llevado hasta allí arrancaba de me-
ses atrás, cuando padre se mostró impaciente por sacar
algo aprovechable de una hija díscola y engreída. Pero
ella sabía de su error. Confiaba en sí misma aunque ne-
cesitaba tiempo para demostrarlo. Su juventud y sexo le
suponía desventajas de las que era plenamente conscien-
te. De ahí su calculado silencio.
Como queriendo compensar lo sinuoso de su acceso,
la sala principal era amplia y aparentemente acogedora,
como si la naturaleza se hubiera explayado premiando
con una apertura espacial generosa a quienes consiguie-
ran llegar hasta ella. Abundante en rincones que pudie-
ran considerarse apropiados, la pared posterior, plana y
vertical, era su favorita, aunque por desgracia lo hubie-
ra sido también de muchos otros.
A pesar de todo, estaba satisfecha. El abandono comu-
nal del lugar le había permitido experimentar lejos de
miradas competitivas y juicios jerárquicos. El evidente
parecido de sus imágenes con la realidad no era sino el
resultado de la práctica y una consumada soltura en la
ejecución de los trazos. Para colmo de satisfacción, las
pinturas resistían bien el paso de los días. Hacía tiempo
que había accedido al secreto de su preparación. Obser-
vando con disimulo y paciencia, había tomado buena no-
ta de cómo los mayores mezclaban con cuidado la gra-
sa animal y las resinas con residuos de colores diversos.
Los ocres, rojos y negros eran perfectos a su modo de
ver, y estaba segura de que algún día conseguiría corre-
gir el tono de ese blanco que tanto se le resistía.
Superado el problema de la os-
curidad casi permanente, que
obligaba a dibujar bajo la clari-
dad vacilante de esas antorchas
caprichosas y siempre insufi-
cientes, la sobreexplotación del
espacio en la roca estaba llevan-
do al final de su periodo de
aprendizaje. La mezcla de líneas
Mª ángeles Jiménez González
PREMIOS AEFLA 2014
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Pliegos de Rebotica
´2015
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Los secretos
mejor guardados