Revista Farmacéuticos - Nº 112 - Enero/Marzo 2013 - page 31

menos funcionalmente disminuida. Puede sonar muy
bonito eso de
la libertad interior
, pero suena mucho
mejor la música cuando podemos ejecutar la partitura
en cualquier sitio y con público.
¿Podríamos plantearnos una libertad pública sin
libertad privada? Parece un contrasentido y, de
hecho, lo es; otra cosa es que a algunos dictadores la
ecuación les sirva para sus propósitos. Cuando la
libertad individual es suplantada –supuestamente
absorbida– por una abstracta libertad pública, nos
encontramos ante el fundamento teórico de todas las
dictaduras políticas que en el mundo han sido. Reto
al lector a encontrar un solo dictador en la historia
que no haya justificado sus desmanes en función de
una pretendida libertad del pueblo.
Probablemente, el filósofo que con mayor énfasis ha
defendido esta renuncia a la libertad individual en
beneficio de una supuesta voluntad general de la
sociedad, ha sido Jean Jacques Rousseau
5
, para el
que
nuestras obligaciones con el Estado nacen de un
contrato social, mediante el cual los grupos de
individuos se transforman en una comunidad
política: un todo con su propia voluntad general
,
que
no es necesariamente la suma de las
voluntades individuales.
Obviamente,
para Rousseau, el término soberanía es
sinónimo de
voluntad general
del
pueblo, lo único que es lícito convertir
en ley.
Actuar en conformidad con la
voluntad general es la forma más
importante de libertad. Es la libertad
civil, en contraposición con la mera
satisfacción de los deseos que se
permite fuera de la sociedad.
La
cuestión es que para este filósofo la
voluntad general
no es divisible ni
delegable en representantes en un parlamento y, por
ello, identifica la Soberanía con el Estado, en tanto
que éste se mantiene en el poder soberano.
No sé si Rousseau era un ingenuo o un falsario,
pero a mí me parece que este filósofo ha
proporcionado a los gobiernos con ansias totalitarios
un amplio abanico de justificaciones para suprimir la
libertad, en lugar de procurar las condiciones para su
uso. La cuestión es clara: nadie –ni siquiera el propio
Rousseau– ha llegado a establecer qué es el
bien
común
o
la voluntad general
. Lo cual echa por tierra
toda la romántica –y extremadamente peligrosa–
teoría de Rousseau.
Frente a planteamientos de este tipo se erigió John
Stuart Mill
6
, como uno de los principales teóricos
que han estudiado los límites del poder que puede ser
legítimamente ejercido por la sociedad sobre el
individuo. Su posición queda sintetizada en la
conocida máxima de
mi libertad acaba donde
empieza la de los demás
, dando cuerpo al llamado
principio de indemnidad
; es decir, la vida personal es
cosa exclusiva de cada ser humano y, mientras no
perjudique a nadie con lo que haga, ni el Estado ni la
sociedad han de interferir, incluso aunque el
perjudicado sea el propio individuo.
Todo el planteamiento liberal de Mill se apoya en
la tesis de que cualquier presión social de carácter
uniformador socava la libertad o, lo que es lo mismo,
de que medir a todo el mundo con el mismo rasero
acaba perjudicando a todos. Para Mill, la
libertad de
opinión
, como exponente público de la libertad
privada, adquiere un relieve especial hasta el punto
de considerar que la palabra hablada y la escrita solo
deben estar sujetas a censura cuando inciten a la
violencia, y siempre considerando el contexto en que
se pronuncien o escriban. La especial apreciación de
la
libertad de opinión
por Mill se basa en la
consideración de que conceder a los demás la
libertad para contradecirnos es uno de los principales
procedimientos para adquirir confianza en nuestros
propios juicios. Aun más, para Mill, merecen mejor
confianza las opiniones que sobreviven al escrutinio
y a la crítica que las que nunca se han puesto en
cuestión. Opinión que comparto plenamente.
El canto a la libertad individual que es el
pensamiento de Mill tiene
también sus propias limitaciones.
Por ejemplo, es muy difícil establecer cuál es el
umbral de perjuicio que debe alcanzarse para que la
intervención del Estado pueda estar justificada.
Conviene no olvidar que un comportamiento
personal inmoral, por muy privado que sea, acaba
por perjudicar la sociedad de una manera u otra; de
hecho, la privacidad nunca es tal que el individuo
deje de pertenecer a la sociedad ni de participar en
ella. Ésta no existiría, por otro lado, si no hubiese un
mínimo conjunto de normas de convivencia; es decir,
algo parecido a una moral pública. Si aceptamos que
cualquier individuo puede desafiar continua y
gravemente a estos elementos morales básicos
comunes, estaremos también justificando el derecho
a destruir la sociedad.
Así pues, en el ámbito de la sociedad, entre la
dificultad para establecer qué es el bien común y
determinar cuáles son los derechos irrenunciables de
cada persona, lo más útil y justo que el hombre ha
llegado a inventar por el momento ha sido la
democracia. Y no es que ésta resuelva estas dudas,
P
de Rebotica
LIEGOS
31
LA REALIDAD BAJO LA ALFOMBRA
5
Jean Jacques Rousseau.
El contrato social. Maxtor, 2008.
6
John Stuart Mill.
Sobre la libertad. EDAF, 2004.
1...,21,22,23,24,25,26,27,28,29,30 32,33,34,35,36,37,38,39,40,41,...52
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