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Pliegos de Rebotica
2018
advertían de que la
desviación hacia el
aeropuerto estaba ya a
apenas 1000 metros.
Completamente segura
de lo que buscaba, se
concentró en
encontrar la entrada
del edificio C del
parking. Una vez
dentro, buscó la rampa,
ascendió dos pisos y se
movió por la planta 0
hasta encontrar una
plaza libre. La F20,
visualizó; me acordaré, se prometió a sí misma,
sin más preocupación que utilizar el retrovisor
lateral para ver si su apariencia seguía en orden y
comprobar en el reloj que faltaban 50 minutos
para la salida de su avión.
El inevitable paso por el escáner del control de
viajeros resultaba siempre un proceso engorroso.
El margen de tiempo que tenía para acceder a la
sala de embarque absorbió con facilidad los cinco
minutos de retraso que había causado una
ampulosa pasajera, que a punto había estado de
exhibirse en ropa interior por falta de
experiencia en la intransigencia del sistema.
Comprobó una vez más los paneles de
información. Salidas. IB 0845, Destino Barcelona;
Embarque sala 35, 08.30 horas; los datos que la
afectaban y que había ido siguiendo en los
monitores se mantenían sin cambios. Decidió
hacer una última visita a los servicios para
ocupar en algo útil el tiempo. Al enfrentarse al
espejo encontró una mirada decidida y firme, que
quizá, y sentía que así fuera, se acompañaba de
algunos signos de cansancio circundando los ojos
que el maquillaje no acertaba a cubrir en su
totalidad.
Por fortuna era demasiado temprano para que el
teléfono se convirtiera en el castigo periódico
que solía, pero aún quedaban 10 minutos para el
embarque teórico así que decidió sentarse y
repasar con mayor atención los correos del
móvil y el argumentario de su próxima
exposición. No pudo evitar que a su mente
vinieran las caras inclementes de algunos
responsables corporativos que estarían allí y con
los que ya había batallado en ocasiones
anteriores.
Cuando la llamada al vuelo llegó por fin, la cola
de los pasajeros más impacientes se deslizaba
quince metros en la
sala. Ella,
simplemente, se
dirigió con calma
hacia las últimas
posiciones. Sin
equipaje al que
encontrar ubicación
en los
compartimientos
superiores, y a pesar
de tener asiento de
ventanilla, prefirió
esperar y acceder al
avión cuando la gran
mayoría de los pasajeros estuvieran ya algo
reposados.
Para su sorpresa, sus compañeros de asiento no
resultaron ser los acostumbrados ejecutivos
dispuestos a recuperar allí algunos minutos de
sueño sino una pareja que ella juzgó “mayor”.
Apenas se paró a su lado, la mujer indicó al
hombre que tendrían que levantarse para dejarla
pasar y ocupar el sitio reservado a la tercera y
última sardina de la fila. Una vez allí, acomodó
como pudo su única y preciada pertenencia a sus
pies, ajustó y abrochó el cinturón y se dedicó a
espiar por la ventanilla la estrecha perspectiva de
los movimientos alrededor del avión.
Casi sin darle tiempo a ser consciente de que el
azul del cielo de 40 minutos atrás se había vuelto
mucho menos intenso, el avión empezó a
moverse lentamente. Los sonidos de las primeras
maniobras, a su modo de ver estridentes e
inarmónicos, parecían poner en evidencia la
torpeza inherente a la mastodóntica masa que se
desplazaba. Pero apenas llegó a la línea de pista,
el desliz alegre y decidido del aeroplano
desmintió con rotundidad aquella primera
impresión. Esa era la secuencia que más le
gustaba del hecho de volar, y siempre esperaba a
vivirla poniendo cada uno de los sentidos en los
pormenores: paseíllo hasta la cabecera de pista,
giro de 90 grados o frenazo y un empujón
tremendo e instantáneo de los miles de caballos
de los reactores que la pegaban literalmente al
asiento por la fuerza de la aceleración. En su
consciencia, un entreacto inquietante y soñador
que ella procuraba disfrutar en plenitud.
El sonido del altavoz interrumpió el hilo de unos
pensamientos que levitaban ya entre pequeñas
nubes algodonosas. Imaginó que tocaba escuchar
el acostumbrado mensaje de salutación previo a