Revista Farmacéuticos - Nº 134 - Julio/Agosto 2018 - page 37

S
S
e cuenta que un experto alfarero era capaz
de realizar piezas de una sutileza técnica tal
que sus obras competían con las mejores
porcelanas. En las mezclas usadas residía
gran parte de perfección de modo que no
era raro verle andando caminos en busca de
material.
Con los años encontró un lugar donde todas sus
necesidades podían ser cubiertas sin deber
desplazarse más que unas pocas leguas. Pese al
apego que sentía por las gentes y el lugar que tanto
tiempo le había cobijado, decidió mudarse, en parte
porque sus huesos ya no soportaban bien la
intemperie del camino. Sus allegados intentaron
disuadirle, uno incluso le advirtió de la escasa
inteligencia del gobernador del lugar al que
pretendía cambiarse, le comentó que su carácter
tirano se expresaba dentro de las limitaciones que la
ley le imponía a través de la burla y la injusticia
siempre que pudiera ser amparada por el legislador.
Le dijo que seguramente gravaría con impuestos su
excelencia en el arte de su oficio. Con todo, el
cansancio de tantos viajes pesaba más en su espíritu
que las dificultades que sus amigos le anticipaban.
Con dolor y cierto pesar decidió su marcha y esa
misma noche dejó cargado el carro con lo único que
no podía dejar de acompañarle, su instrumental y
poco más que algún enser personal para su propio
cuidado en los primeros días de su nueva vida.
A penas acomodado en su nuevo lugar, un sitio sin
ninguna ostentación, con un pozo de agua, un espacio
llano orientado al sur y un techado para poder
defenderse de la intemperie mientras trabajaba, recibió
la visita de dos mandatarios del gobernador, ambos
vestidos con caros ropajes, con altiva actitud, sonora
voz y gesto imperativo, le comunicaron que el
gobernador quería verle.Además, debía ser esa misma
noche. De nada sirvió que el artesano les expresara
con humildad su cansancio debido al largo viaje del que
aún no se había repuesto y de su súplica para aplazar el
encuentro al menos un día más. Los dignatarios
amenazaron al alfarero con una multa por
desobediencia a la autoridad si esa misma noche no se
presentaba ante el gobernador.
¿Quién podría rechazar una invitación en esos
términos?
Al caer la tarde allí estaba el alfarero, con gesto humilde
y cabizbajo, ante un hombre de unos cuarenta años,
elegantemente vestido y sentado en una regia silla que
pretendía aparentar ser un trono, pero evidenciaba el
miedo a ofender al rey en su ostentación.
En efecto, la pretensión del gobernador era imponer al
alfarero un nuevo impuesto. Se justificó en el
incremento de gasto que la comarca tendría por su
actividad. El alfarero intentó demostrar que su actividad
no sería una carga para nadie y que bien al contrario
sería beneficiosa para todos.A sus argumentos el
gobernador gritó enfurecido que su gasto de agua
pondría en peligro la agricultura.
El alfarero comprendió que los argumentos que había
esgrimido eran inútiles por ser obvios, la obviedad ciega
a la razón como el sol a la retina cuando la razón
intenta defender una idea preconcebida. Supo que no
podría escapar del nuevo impuesto sin hacerlo al
mismo tiempo de la comarca, que el gobernador
encontraría el modo de alumbrar su prejuicio por
mucho que él evidenciara su error. Entonces, con la
máxima mansedumbre, aceptó la autoridad y dignidad
del gobernante y volvió a su sumisión pidiendo, casi
rogando, al menos una tregua en el pago del nuevo
impuesto.
Esta actitud relajó al gobernador que pudo sentir su
victoria y eso aún le gratificaba más que el oro que
pretendía recaudar.Y como quien gana puede ser
generoso con el vencido, el gobernador intentó un
gesto de generosidad, pero sin renunciar a su carácter
tiránico.
–Dicen de ti que eres el más experto alfarero del reino.
–Eso dicen gran señor.
–Que con tu oficio eres capaz de hacer competir al
barro con el cristal.
–Si, también eso se dice.
–¿Y tú que dices de ti?
–Que soy un alfarero
que intenta hacer de
sus obras las
mejores
posibles.
–Veremos si es
cierto lo que se
dice. Si haces ante
mí una vasija capaz
de contenerse a sí
misma, estarás
exento de cualquier
impuesto y yo
mismo pagaré de mi
peculio tus tributos.
Javier Arnaiz
FABULA
El alfarero
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