Revista Farmacéuticos - Nº 134 - Julio/Agosto 2018 - page 31

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Pliegos de Rebotica
2018
É
É
sa, la que viaja
junto a la
puerta, soy yo,
Olvido. Sí, ésa
misma, la que
va sentada a la
izquierda de aquel
jovencito con aire de
poeta insomne y ojeras como
lirios. ¿He dicho que me llamo
Olvido? Pues sí; me llamo Olvido Larios, vivo en
un hogar para la tercera edad y toda mi vida he
trabajado de peluquera estilista en un exclusivo
salón de belleza.Y total para qué; para acabar
confinada entre cabezas cubiertas con tocas
negras y la feroz vigilancia de sor Felicidad, la
peor de todas las hermanitas. Pero esta mañana
he vuelto a desertar de la residencia, porque
además de rezar el rosario una tiene otras cosas
que hacer, aunque a veces se me olviden.
—¿Adónde toca salir hoy —se mofa de mí la muy
bruja de la portera—, señorita Olvido? ¿Va usted
al banco o ha quedado con don Luis? —el
crucifijo levitando a la altura del pecho, la vista
puesta en el monitor de vigilancia.
—A por dinero, sor Felicidad —la cabeza a un
lado y un hombro encogido al desgaire,
volviéndome transparente—; un momento al
cajero y regreso.
Pero me metí en el metro, como casi siempre. La
verdad es que al cajero como que ya no lo visito,
que luego me olvido del PIN y el muy infame me
bloquea la tarjeta. De hecho tampoco sé qué hago
con el dinero. Quizá por eso ya no juego a la
lotería, ni tampoco compro libros largos, que
luego se me olvida el comienzo; ni veo culebrones
de la tele, no sea que se me apague del todo la
memoria y me pierda el desenlace. De verdad que
no sé dónde meto el dinero. Para mí que me
descuido los cambios o, simplemente, lo pierdo
igual que extravié las gafas o un móvil que me
regalaron por mi setenta aniversario. A veces
pienso: Olvido, tú lo que tienes es la
enfermedad de ese médico
alemán cuyo nombre
siempre se te olvida.
Me bajo al metro, sí,
casi a diario.Y es que
aquí, en la L9, se va bien.
Por algún lugar del tren
pregona su nostalgia azul
un violinista húngaro.
Pegado a mí, el poeta de aire
insomne y complexión de
estudiante con carencias
vitamínicas se prepara para apearse en la próxima
estación. La rapsodia azul se aproxima
suavemente, y, por un momento, sus ondas me
transportan hacia la vieja Europa y otras
recámaras de mi juventud tapizadas de sueños
suntuosos. Ahora, en la plaza que ocupara el
poeta llama la atención un caballero de esos de
paraguas en mano, sombrero fedora y un traje
que bien pudiera ser azul aviador si no reluciera
tan empapado en agua. Lo miro de reojo. Hago
como que no lo veo. Despliego un cuadernillo de
sudokus para hacerme la disimulada y de paso
fortalecer las neuronas que aún me quedan. Pero
no consigo quitarle ojo a mi vecino de asiento.
Miro al violinista húngaro. Miro el ajedrez de los
sudokus. Miro el movimiento blando de la puerta.
Miro a una mujer con cartilla de pensionista,
agarrada a la bolsa del pan. No aguanto más —
qué quieres— y vuelvo la cabeza hacia el hombre
del paraguas. El parecido que tiene con Luis me
arranca colores vivos en la cara.
Mi novio de juventud. El único hombre de una vida
para todos los públicos. Luis apareció en medio del
Andrés Morales Rotger
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