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H
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an pasado ya cinco años
desde que mi padre
murió; y ahora que mi
resentimiento se va
disipando, es cuando
por fin, me siento con fuerzas para
curiosear en el oscuro desván de la
casa y descubrir antiguallas.
En mi memoria brotan momentos
felices de la infancia, salpicados de
castigos, encierros y palizas
propinados por mi padre con aquel
cinturón de cuero que sujetaba sus
rancios pantalones y que tatuaba la
redondez de mi espalda, sin motivo y sin piedad. Su
comportamiento era siempre impredecible; tan
pronto me montaba en su rodilla para trotar a
caballo, como me encerraba en mi cuarto sin
cenar, o tocaba sesión de brutalidad.
Era un hombre afable y educado con los demás,
pero en casa se transformaba en un ser hosco y
brutal al que tanto mi madre como yo queríamos
justificar con alguna culpa o responsabilidad
nuestra. Cuando era yo casi un hombre, me paraba
a pensar cómo habría conquistado a mi madre y
qué vería ella en él para casarse y entregarle
unidireccionalmente su vida. Sin duda, mediante el
engaño; es imposible que mi querida y tierna
madre aceptara tal compromiso de buen grado.
Jamás presencié acto alguno de cariño o
afectividad entre ellos; más bien al contrario,
apenas se dirigían la palabra. Con frecuencia me
pregunto cómo llegaron a engendrarme.
La única vez que vi un atisbo de sonrisa en la cara
de mi padre fue aquel día de invierno, en el funeral
del abuelo; y no es que se alegrara de su muerte,
sino que volver a ver a algunos amigos de su
infancia le hizo recuperar retazos de su vida, de
cuando todavía era joven y aún no se había
convertido en un amargado. Acudió toda la familia
al pueblo. Bueno, estaban todos los que eran,
porque mi padre no tenía
hermanos y con otros
parientes más lejanos no se
hablaba. Somos una familia
bastante corta, pero en el
pueblo estamos integrados
y nos sentimos arropados
por todos. Cuando pasamos
por la plaza del pueblo, por
la calle del Tinte, o por La
Pasión, todo el mundo nos
saluda y se alegra al vernos,
especialmente cuando
pasamos por la puerta de
Amelia Castro. Es una mujer
simpática, alegre y educada,
de la misma edad que mi
madre y se tratan casi
como hermanas.
El tiempo consigue que el olvido domine nuestros
recuerdos y que tan solo lo positivo y lo agradable
perdure en la memoria; gracias a eso me siento
aliviado y sin rencor. Hoy me dispongo a ordenar
los papeles que mi padre dejó tan revueltos. Lo
meteré todo en cajas o lo tiraré sin ningún tipo de
miramiento. Hay una mesa rebosante de facturas,
notificaciones, tarjetas y documentos de asuntos
bancarios que me son totalmente ajenos. En una
estantería hay libros antiguos ya viejos, una edición
de bolsillo de la Biblia con pastas negras, una
enciclopedia en fascículos sobre literatura española
bastante deteriorada, novelas y biografías diversas.
Hay una caja de zapatos llena de postales antiguas
y una colección de sellos sin matasellar.Veo
juguetes de mi infancia que creía perdidos: mi
carrusel musical ya sin llave para darle cuerda, mi
espada de hojalata retorcida, mi caballo de madera
sin patas y aquella miniesfera con la imagen de la
Virgen del Pilar, de esas que al agitarla parece que
nieva. No tenía ni idea de que todo esto lo había
conservado mi padre, porque este era su refugio y
su reino. Nos tenía prohibido subir a mi madre y a
mí; luego yo me fui al seminario y hasta hoy. Nunca
me atreví a profanar este recinto paternal por
miedo a las represalias; incluso estar aquí ahora es
como un pecado. Me siento fatal por ello, pero
también por escapar al seminario primero, y por
abandonar y colgar los hábitos después; justo antes
Manuela Plasencia Cano
Un secreto
a voces
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Pliegos de Rebotica
´2018
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