Revista Farmacéuticos - Nº Número - 132 Enero-Marzo 2018 - page 8

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Pliegos de Rebotica
´2018
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os análisis de ADN habían resultado
concluyentes. «Aunque maldita la falta
que hacía», se dijo el hombre del pijama
blanco. Firmó las hojas del resultado
con un brioso garabato en el que había
algo de fervor. «Dr. Darío Atienza Pardo. Médico
Forense». Mañana a primera hora un conserje las
llevaría en mano al juez. Se puso la ropa de calle.
Por la puerta trasera del Hospital Universitario
salió al bulevar del campus, con las farolas
iluminando la soledad honda de la noche. Tuvo
que subirse las solapas del abrigo y ajustarse la
bufanda; cielo húmedo, invernal, desapacible,
temperatura de cámara frigorífica. No obstante,
comenzó a tararear un estribillo y, aunque no
tenía ninguna prisa, fue caminando con zancadas
enérgicas hacia el aparcamiento. Enseguida entró
en calor; se sentía satisfecho y muy contento.
Hubiera pagado bien por realizar ese trabajo; por
suerte, lo obtuvo gratis tras descubrir en la
prensa digital una discreta reseña encabezada
por la foto del antiguo catedrático don Gervasio
Fuentes. En el texto se leía que un joven
reclamaba parte de la jugosa herencia del
profesor Fuentes, por ser el fruto de una
relación de éste con su madre. La mujer se había
ocupado de limpiar la vivienda que el catedrático
habitó, solo y soltero, en el barrio noble de la
ciudad. El juzgado había admitido la demanda e
iniciado el procedimiento. Inmediatamente, Darío
se puso en contacto con el juez y solicitó, como
forense con plaza en el mismo distrito, que se le
adjudicara el caso, asistir a la exhumación del
cadáver, realizarle los análisis genéticos y
cotejarlos con muestras del presunto hijo.
Después de tanto tiempo, la noticia de esa
demanda era la última que Darío hubiera
querido leer sobre su mentor.Y encima con la
deslucida fotografía sepia de las orlas. Sin
embargo, no pudo reprimir un rictus irónico al
evocar mentalmente algunas escenas remotas
pero todavía lúcidas en su memoria.
Don Gervasio había fallecido veintiséis años
atrás, a punto de jubilarse como catedrático de
Medicina Forense. Un infarto se lo llevó mientras
dormía en su cama. La fortuna no era,
obviamente, el resultado del salario como
profesor, sino de herencias confluidas en su
persona desde familiares directos enriquecidos
medio siglo antes en Santo Domingo. A
pesar de su patrimonio, desde que
obtuvo la licenciatura trabajó
siempre en la Universidad hasta
convertirse en una eminencia. De
vida austera y recogida, sin
parientes cercanos e inmerso
en su rutina de sabio
científico, sólo su
gusto por
acicalarse y
por la
indumentaria de
calidad rompían tal
ascetismo. Aspecto
barbilampiño y filudo,
con un surco trazado a tiralíneas
dividiendo el pelo gris engominado y la mirada
miope tras unas gafas de carey valleinclanescas.
Vestía siempre de traje oscuro impoluto, con la
corbata prendida en su sitio por un alfiler
dorado y la raya del pantalón firme. El envoltorio
que cabría esperar de un galán otoñal bien
conservado.
En aquella época algunos estudiantes de Medicina
solían permitirse un alto en los libros a última
hora de la tarde; se reunían en el céntrico café
Balanzá para tomar algo y despejarse. Don
Gervasio era asiduo. Se sentaba pierna sobre
pierna a escuchar al pianista cerca de la
estanquera, los ojos entornados, dibujando
compases en el aire con la punta del botín.
Fumaba calmosamente cigarrillos turcos
emboquillados, a base de grandes bocanadas que
envolvían su cabeza en un humo que después
ascendía en largos y finos estratos para ir
difuminándose en la luminosidad ambigua de las
arañas. Pese al desnivel de edades y estatus, le
gustaba formar tertulia con los alumnos, e
incluso, si le cogían de buenas, llamaba al
camarero para que trajera un panecillo de leche
o un cruasán y –no sin antes aplastar el cigarrillo
en el cenicero- les impartía una improvisada
lección magistral, con un cuchillo de postre a
modo de bisturí en sus dedos de cigüeña. Sobre,
Rafael Borrás
La herencia
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