Revista Pliegos de Rebotica - Nº 126 julio/septiembre 2016 - page 29

N
N
o hace mucho tiempo, un día
cualquiera, a una hora imprecisa, al
pasar por delante de un escaparate
de un centro comercial: ¡allí estaba!
Detrás de la luna acristalada.
Erguida, callada, silenciosa, quieta, pero orgullosa
de la misión cumplida. Era el centro de la
exposición que exhibía el muestrario que
reclamaba la atención del paseante. Todo lo
demás repleto de adornos y objetos de
decoración. No había duda, por su porte era una
'olympia'. Durante unos instante la observé, tal
vez, entre la nostalgia y la veneración. ¿Quién fue
su dueño? ¿Quién la compró en otro tiempo ya
pasado? ¿Quién la uso? o ¿quiénes la usaron?
¿Para qué la usaron? ¿Un escritor? ¿Para una
oficina? Una 'olympia' de las grandes, pensé, no
era propia de un escritor; más bien tuvo que
estar empleada en una oficina. No lo sé, aunque
tal cuestión, verdaderamente, poco importa
ahora.
Los escritores solían escribir en máquinas más
recogidas, de menos dimensiones, con menos
peso, más manejables. Es bien sabido que los
escritores hacen gala de sus manías y caprichos:
escribir en la cama, recostados sobre almohadas;
escribir de noche en el jardín, si acoge buen
tiempo; escribir en el reservado de una cafetería
sobre un velador determinado y no otro; escribir
en el parque y en aquel rincón que parece
abonado de por vida, etc.
Cumplir con tales rituales
exige, o exigía, una máquina
más pequeñita, como más
hogareña, como aquellas
'olivettis', que se
transportaban bajo el
brazo.
La del escaparate que
me sorprendió era
esbelta de muy buenas
proporciones, aunque callada y
en silencio, no se percibía ningún
repiqueteo ni movimiento alguno
de los tipos porque nadie golpeaba
las teclas; no había escritura alguna sobre trazo
de papel, también ausente. Disponía de cinta, azul
por arriba y roja por abajo, incapaz de impregnar
con su tinta, ya seca. Tampoco el rodillo, o carro,
emitía aquel sonido de campanilla, porque nadie
le daba la orden manual de pasar de un lado al
otro, del extremo final al otro extremo inicial y
principiar así un nuevo renglón. Las teclas estaban
mudas, porque no había escritor alguno que las
impulsaras con la imaginación. Nadie que pasaba,
y estuve un ratito recreándome en su visión,
reparaba en la presencia, casi majestuosa, de
aquel símbolo de escritura, ahora en silencio, que
tanto ha dado a la Humanidad. La vieja máquina
estaba ya enmudecida para siempre. ¡Lástima! Un
objeto más de decoración, de recuerdo, de
museo o de coleccionismo.
¡Corta vida has tenido, oh, máquina de escribir!
Compañera y soporte de novelas y folletines, de
crónicas e historietas, de poesía exquisita y
cuentos infantiles, de artículos periodísticos y
descubrimientos científicos, de informes y
recursos, de ensayos y pliegos de descargo, de
escrituras notariales y sentencias judiciales, de
discursos políticos y panfletos asamblearios, y
más, y más, y de infinitas cartas, salvo las de
amor, que siempre se escribían a mano. Corta
vida la tuya máquina de escribir. Tal como la
hemos conocido y manejado no más de siglo y
medio, parte del XIX y XX,
incluyendo su propia evolución
tecnológica de la manual a
la electrónica, pasando por
la eléctrica de hace no
tantos años.
¿Cómo empezó su historia?
Según cuentan, un esbozo
rudimentario partió del
ingeniero ingles Henry Mills,
quien en 1714 registró la
primera patente, gracias a la
autorización concedida por la
reina Ana Estuardo, aunque
no se conocen muchos
detalles de su diseño. A
29
Joaquín Herrera Carranza
Pliegos de Rebotica
´2016
Elogio de la
maquina de escribir
1...,19,20,21,22,23,24,25,26,27,28 30,31,32,33,34,35,36,37,38,39,...52
Powered by FlippingBook