Pliegos de Rebotica - Nº 114 - julio/septiembre 2013 - page 32

Porque,
entendámonos, la ética
consiste en encaminar
nuestras acciones y
nuestro pensamiento en la
recta senda del bien y, no sé si
estará usted de acuerdo, pero
para mí ser bueno no consiste en
no ser malo, sino que ser malo
consiste en no ser bueno; es
decir, la bondad no está
supeditada al mal ni a las
circunstancias. O somos buenos –o, al menos, lo
intentamos– o, si no, nos encontraremos de lleno
en esa ética a la medida sobre la que echaba
pestes Unamuno:
nuestras doctrinas éticas y
filosóficas, en general, no suelen ser sino la
justificación a posteriori de nuestra conducta, de
nuestros actos. Nuestras doctrinas suelen ser el
medio que buscamos para explicar y justificar a
los demás y a nosotros mismos nuestro propio
modo de obrar
3
. Esa misma ética –más bien
moral– es la que tanto despreciaba Nietzsche:
nada nos es tan indiferente como la moral
apacible y rumiante, y la felicidad vacuna de la
conciencia tranquila
4
. En otras palabras, la ética
requiere compromiso, esfuerzo y, especialmente,
valor; el propio Nietzsche reconocía que
ni el
más valiente de nosotros tiene rara vez la
valentía de admitir lo que en definitiva sabe
. No
espere que un pusilánime tenga un
comportamiento ético; como mucho, tan solo
rumiará una bondad de segunda mano, adquirida
al precio de su cobarde renuncia y de la
abdicación de su dignidad humana.
El valor no tiene que ver con la fisiología.
Unamuno, con su cruda genialidad, decía que
el
valor tiene más de cerebral que
de testicular y en todo caso
es cordial
5
. Es tan
comprometido y extraño que
normalmente se requiere
más valor para
enfrentarse a los amigos
que a los enemigos
, dice
Aurelio Arteta
6
, el mismo que carga
contra esa infundada –por más que
generalizada– visión de la tolerancia:
la
extendida ideología del respeto del otro, que
suele enmascarar una real indiferencia hacia
su suerte y contribuye a disuadirnos de toda
cesión a la piedad.
Confundimos el auténtico
respecto por la inteligencia sentiente de los
demás con un simple quiebro a la
responsabilidad de enfrentarnos con aquello
que nos inquieta o nos
agrede en nuestro interior.
Presumimos de profesar
respeto hacia las ideas ajenas
–especialmente si las
compartimos– cuando, como dice el
propio Arteta,
el único respeto debido a
las ideas reside en su inocultable poder de
convicción
. Hoy nos encontramos con una
sociedad pretendidamente tolerante, que en
realidad es más bien negligente y
olvidadiza; otorga carta de naturaleza a
cualquier idea, por necia que sea, con tal de que
ello nos brinde la oportunidad de aparecer como
tolerantes. Nos reconocemos mutuamente como
buenos sin tener la menor justificación, cuando,
en realidad, para ser bueno no basta con decirlo
sino que hay probarlo con una actitud y un
comportamiento apropiado permanentes. Hoy
etiquetamos como tolerancia a la simple
ignorancia de aquello que acontece a nuestro
lado y con las personas que nos rodean,
tolerando en realidad lo mucho que
desconocemos y, desde luego, desconociendo
cuánto toleramos. No es de extrañar que Arteta
acabe concluyendo en que
el ideal tolerante de
muchos estriba en esa impúdica equidistancia
que se cree ecuánime por tratar igual a los
desiguales: a los que argumentan y a los
cerriles, a las víctimas lo mismo que a sus
perseguidores o a los cómplices de estos, a los
que ponen los muertos y a los que recogen los
frutos de la matanza.
La ética es algo genuinamente humano. Solo los
hombres podemos tener un comportamiento
ético, porque solo nosotros sabemos lo que es el
bien, aunque nos cueste tanto hacerlo. Algunos
acceden a la conciencia ética a través de la
religión; otros, en cambio, siguen el camino
inverso –van desde la ética a la religión– o
incluso se alejan por la misma vía. Pero,
se
piense de la religión lo que se quiera, hay que
admitir que la imagen de esa realidad superior
facilitó el salto desde la animalidad a la
humanidad
, como reconoce José Antonio Marina
7
y, en este sentido, Kierkegaard afirmaba que
el
deber es precisamente la expresión de la
voluntad de Dios
. Quizá por eso Marx
consideraba a la religión como un producto de
los hombres para huir ante el peligro y un
instrumento de la clase superior para dominar a
la inferior. No es que a Marx no le faltase su
punto de razón –el siglo XIX fue especialmente
patético para las iglesias cristianas y, en
particular, para la católica– pero la persistencia
P
de Rebotica
LIEGOS
32
3
Miguel de Unamuno.
Del sentimiento trágico de la vida.
4
Friedrich Nietzsche.
Cómo se filosofa a martillazos.
5
Miguel de Unamuno.
Epílogo.
6
Aurelio Arteta.
Tantos tontos tópicos
7
José Antonio Marina.
Pequeño tratado de los grandes vicios.
LA REALIDAD BAJO LA ALFOMBRA
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