comer algo sólido por la mañana, y los
cereales son sólidos porque mamá dice
que tengo que comer cereales, pues
resulta que me ha dicho que sí… que
sí… a sí, que sí me hacía ilusión
empezar a ir al cole. Yo he dicho que
si, pero ahora estoy pensando que a
lo mejor no. Por eso quiero que
me digas que es la ilusión”. El
abuelo suspiró. “La ilusión”.
Buscaba en su memoria el
mejor modo de enseñarle el
significado de aquella palabra,
lo hacía como si de su
respuesta dependiera en gran
medida el futuro. Giró la vista
hacia un caballito de madera,
un balancín con el que su nieto
solía jugar. Negro como el carbón,
sus crines se movían ligeramente
con la brisa. Cogió al niño en
brazos y lo llevó hasta el juguete, lo
sentó a horcajadas sobre el inmóvil
corcel y fue a por su silla para sentarse junto
a ambos. Comenzó a moverlo, ligeramente
haciendo que se balanceara, el niño, muy
atento dejó tiempo a su abuelo para su
respuesta, como si algo le dijera que esperar
merecía la pena, que podía confiar en que su
abuelo disiparía su duda y se dejó llevar por
el movimiento sin ningún signo de inquietud,
calmado en la calma de su cuidador.
“Cierra los ojos” el niño sin bacilar obedeció.
“Muy bien. Ahora deja que tu cabeza piense
sola, déjala así un ratito”. Mientras tanto el
abuelo balanceaba lentamente el caballito.
“Imagínate que cabalgas sobre tu caballo y
ahora echas a volar, vamos volando hacia el
colegio. ¿Lo vas viendo?” Preguntó el
anciano. “Sí abuelo” contestó el pequeño.
“Muy bien, pues vamos a cabalgar volando
por encima de la escuela, hay niños jugando,
unos a la pelota, otros corretean por el patio.
Una señora con cara de buena persona les
cuida y les vigila para que no se hagan daño.
Luego entran dentro, se sientan en mesitas y
pintan con lápices de colores. Unos pintan una
casa, otros pintan animalitos, una niña está
pintando una muñeca. ¿Puedes verlo?” “Sí
abuelo, pero hay un niño que está pintando un
coche” “Sí es verdad, es una escuela bonita,
ahora vamos a volver a casa, sigue volando y
volando y llegas a
casa, bajas del cielo y
ya estás aquí. Abre
los ojos y dime ¿Te ha gustado
la escuela? El niño afirmó
con el gesto. “Muy bien,
pues cuando algo que
imagines te guste, eso es
ilusión”
El viejo se levantaba
para entrar en la casa,
la tarde se cerraba en
noche y creyó que su
explicación coronaba el
día. Entonces, el
pequeño puso un gesto
afligido. El abuelo
sorprendido preguntó
“¿Qué te pasa? El niño con
gesto serio contestó. “Estoy
triste abuelo” La mente del
abuelo se encendió de perplejidad
y un cierto temor por si había causado
alguna reticencia en su nieto respecto a la
escuela. “¿Por qué, no dices que te ha
gustado la escuela?” “Sí, sí, abuelo, no es
eso. Es que tú no tienes ilusión.” “¿Qué te
hace pensar eso?” Replicó el abuelo entre
sorprendido y risueño. “Porque tú no tienes
ningún caballo”. La sonrisa acudió a su
rostro y contagió al niño un segundo antes
enfurruñado. “Verás, hace años, antes de que
tú vinieras al mundo, yo cogí unos viejos
tablones y poco a poco los fui convirtiendo
en tu caballo, corté, encolé, tallé, después lo
pinté y le puse un balancín. Y cada minuto te
imaginaba ti, sentado en el caballo jugando y
volando con la imaginación a cualquier sitio.
Te imaginaba y me llenaba de ilusión saber
que algún día jugarías montado en tu
caballo”
El niño se quedó pensado unos segundos,
intentaba procesar toda aquella información
que incluía un mundo en el que él aún no
existía. Súbitamente su cara se encendió y
dijo. “Ya lo entiendo, yo soy como si fuera
tu caballo”. Una nueva sonrisa, esta vez más
amplia iluminó a ambos, el uno por su
ocurrencia y el
otro orgulloso por
lo que se le había
ocurrido. Cogió a su
nieto de la mano y mientras
ambos andaban hacia la casa
aún con su sonrisa se oyó. “Claro
que sí, tú eres mi caballito de
madera”.
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P
de Rebotica
LIEGOS
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RELATOS